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No son pocas veces las que las lagrimas incontroladas no motivadas por una acción directa me bloquean unos segundos. Intentando asimilar por qué se producen y la manera de aliviarlas sin perder ese poso de estabilidad, de no flaquear para que ella, y aún destruida, se sienta reforzada y protegida. Muchos de esos instantes son provocados por mí, de manera indirecta pero siguen siendo mi responsabilidad. A veces he encontrado que esa demanda es dejada de lado por los dominantes que hacen una dejadez de funciones que resulta grotesca. La sumisa no está para nuestro uso y disfrute aunque algunos lo crean y lo lleven a cabo con sus acciones. Nos acompaña, está a nuestro lado, nos protege. Si, nos protege. Nadie lo hará como ella y casi ninguno nos damos cuenta de ello. En silencio nos acompañan si están a nuestro lado, esperando tan solo a cambio un roce, una sonrisa de aprobación. Mucho más duro es en la lejanía donde realizan un esfuerzo infinitamente mayor, redoblándolo si fuese necesario con tal de que su protector se sienta satisfecho. En cambio, somos ajenos a sus enfados, a sus cambios de humor porque no entendemos que ellas, siguen estando ahí aunque no las veamos y las sintamos.

Esas lágrimas a veces y con razón, soy incapaz de enjugarlas. Escucho su ruego, sus gritos, su ira. La furia que emana de sus entrañas por sentirse abandonada, porque obviamos que esa distancia debería hacernos partícipes aún más de ese sometimiento y esa entrega que nos dieron en su momento. De nada sirven los símbolos, los collares,  si una caricia o una orden se pierden en el recuerdo. De nada sirve que prometas una marca si olvidas el sentido que tiene no para ti, sino para ella. De nada sirve no escucharlas.

Me gusta su voz cuando agacha la cabeza, cuando noto su enfado ahogado por el llanto, sus ganas de arañarme o golpearme el pecho aún a sabiendas de que posiblemente sea castigada por ello. Sin embargo, ¿cómo castigar a quién te enseña tu error y tu falta? A veces esa distancia no es física ni temporal, la distancia es un concepto que no podemos aislar de nosotros y se hace duro, sobre todo para ellas.

Nuestra intolerancia es legendaria. Ellas asumen cualquier cosa que su dominante ponga sobre la mesa. Me gusta discutir esas aventuras diarias, me gusta que se niegue, que aplauda cuando algo le fascina, me gusta compartirlo para que ella sea partícipe porque asumo su complicidad como sumisa y como acompañante en lo que cada uno somos. Pero también asumen lo que les ocultamos. Soy dominante y no soy infalible. Tomo decisiones y me equivoco, hago daño sin desearlo. Pero intento hacer cada cosa por un motivo. Algunas veces hay que explicarlo, otras no. Y ellas se encuentran en la disyuntiva del desconocimiento y el deseo y se sienten atribuladas cuando sin venir a cuento, sin estar preparadas, todo lo que les rodea bombardea sin descanso poniendo en tela de juicio su condición de sumisa para y por su dominante.

Entonces esas lágrimas se hacen mías, producidas por mí, mal explicadas y peor subsanadas. Es entonces cuando veo habitualmente la dimensión de su sumisión y como yo me siento como el Coloso de Rodas gracias a ella. Cualquier latigazo será mucho más placentero que mi silencio, sin embargo, el abrazo de la posesión vuelve a ordenar el caos de su ira e impotencia.

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