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El terror tiene muchas caras, pero la más atroz de todas ellas es la del abandono. Pasé mi mano por su espalda desnuda hasta llegar a sus nalgas y empujé suavemente su cuerpo hacia adelante. Ve con ellos susurré. Se frenó, hizo el gesto de girarse pero se contuvo. Sin ver su cara sentía sus lágrimas correr por sus mejillas y corroer mis entrañas. Ve con ellos, volví a susurrar. Dio un paso y luego otro hasta cubrir los escasos tres metros que nos separaban. Cuando llegó, temblando fue inspeccionada minuciosamente por manos expertas que comprobaron la palidez de su piel, sus dientes perfectos, las marcas que en tantos años yo le había proporcionado y que orgullosa exhibía para mí, su cabello largo. Después de varios minutos que a ella se le hicieron eternos me hicieron un gesto de aprobación. Asentí y se la llevaron. Sólo en ese momento se giró y vi su cara de dolor, de abandono incomprensible y súplica. Confía en mí, leyó de mis labios. Sus lagrimas no cesaron.

Al día siguiente el sol calentaba ya muy temprano. Las tiendas estaban dispuestas de manera ordenada y en el centro una pequeña plataforma circular con dos postes de los que caían algunas cuerdas. A la hora prevista fueron apareciendo las mujeres, desnudas, de todas las razas y condiciones e iban subiendo de dos en dos. La subasta comenzó con un grito seco y lo que antes era un silencio, se convirtió en una tormenta de quejidos, exabruptos y mandatos en decenas de lenguas diferentes.

Todo iba muy rápido, los pujantes subían a la plataforma a comprobar la mercancía y decidían si merecía la pena pagar por aquellas mujeres. Muchos desistían al comprobar que sus dedos no se lubricaban al introducírselos en el coño o en el culo y las abofeteaban sin compasión. Algunas iban en lotes indivisibles, otras prácticamente se regalaban. Casi al final, apareció ella.

Su presencia era fantasmagórica, etérea. Todos los allí congregados quedaron en silencio, no solo por la belleza, sino por el porte. Aprendió bien, solo bajaba la cabeza ante mí. Se creía abandonada, así que no tenía nada que perder y su altanería creció. Muchos de los allí presenten se maldijeron por haber comprado lo que en realidad no querían. Todos subieron, todos la tocaron, todos comprobaron lo mojada que estaba, incluso algunos comprobaron como son sus orgasmos y se los llevaron en sus dedos, oliéndolos y riendo como animales. Ella en cambio, ni se inmutó, porque solo deseaba más.

La subasta comenzó y rápidamente la suma de dinero fue tan grande que pocos siguieron en la puja. Ella miró a su pujante más alto y sé que le maldijo con la mirada. Cuando estuvo a punto de terminar, pujé. Alcé la voz y todos callaron. Todo acabó rápido. Subí a la plataforma, desaté sus muñecas y su cuerpo cayó rendido sobre el mío. Se arrodilló, sollozando, besando mis pies y mis manos, dándome las gracias.

Confía en mí, le susurré. Siempre.

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