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Te gusta jugar en la jaula, te sientes cómoda y feliz. Allí tienes tus cosas cuando necesitas esos instantes en los que eres más tú de lo que muchas veces imaginas. Hace mucho que no soy yo quien tiene que llevarte. Echo de menos esa sensación pero también sé que fue un gran paso para ti hacerlo sola. Otras veces hemos recordado juntos el día que te la enseñé, tu fantasía y tu deseo hecho acero, frío e inviolable.

Hoy en cambio necesito llevarte, hacerte sentir la tensión de la correa, oír el clic, sentir tu piel rozarme mientras te acerco al lugar donde deseas estar, hacerlo lento, suave, eterno. Cerrar la puerta, soltar la correa, mirarte y ver tus ojos de complacencia. Mía.

Solo los contrastes pueden acercarse a la sensación de tu mirada tras los barrotes. Tus deseos de sentir como la corteza de una palmera desollaba tu piel, era tan tentador que me di cuenta de que tu imaginación habitualmente rivalizaba con todas mis ocurrencias que a su vez tomaban ventajas desde el punto al que tu me querías llevar. Disfruté colocándote con los brazos levantados y los pies de puntillas mientras separaba las piernas y empezaba a deslizar las cuerdas por tu piel, llevando algunos trozos de la corteza que se quedaban adheridas y cortaban suavemente tu ya sudorosa piel. Esta vez tensé algo más las ligaduras, tu cuerpo debía fundirse con la naturaleza y la sangre empezó a brotar poco a poco por cada una de las heridas que el árbol te producía.

Tus ojos me bañaban las manos y tus quejidos el corazón. Estabas hermosa, siempre lo estás. El sol ardía en tus heridas y en las marcas de las cuerdas. Me alejé un poco y llené mis manos desnudas de arena ardiente que extendí por tus pechos abrasando tus pezones. Casi sentí el desmayo y tu gratitud de la misma manera mientras mis manos eran un cúmulo de arena, sudor, sangre y lágrimas. Te di de beber, un poco solo, suficiente para mitigar tu creciente sed. Y te dejé atada, observándote desde una duna a un par de metros de distancia.

Aguantaste, orgullosa, complaciente hasta que el sol se puso y el frío empezó a hacer estragos en tu tembloroso cuerpo. Te desaté, acaricié tu cabello, empapado y lleno de la arena que el viento había depositado. Te envolví en una sábana de lino y te llevé a la tienda.

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