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Aquel lugar apartado era como el amor. Aparentemente su fragilidad le confería una dureza impostada que le ponía los pelos de punta siempre que se acercaba a él. La cabaña era el último reducto al que acudía cuando necesitaba pegar los pedazos rotos de su corazón, como si aquel lugar sanase unas heridas que siempre sangraban y nunca cicatrizaban. Era lo emocional lo que necesitaba curar siempre. Entraba con el cuerpo prístino, lienzo en blanco y perfecto para decorar al antojo de sus manos. Pero era su alma, sus entrañas, las que necesitaban ser recompuestas, cosidas por sus hábiles manos con aquel hilo grueso de cáñamo. Cuando más aprisionada estuviera entre aquellas fibras más firme eran las uniones de sus partes maltrechas.

Aquella serpiente que se devoraba a sí misma, un círculo vicioso del que era imposible escapar o quizá era menos dramático que todo aquello. Ella volvía porque quería, porque lo deseaba y él, él siempre estaba. Cuando salía de aquella cabaña hecha trizas, con la piel hecha jirones, la sangre acumulándose en su piel y las lágrimas secas por su rostro, sentía de nuevo como el aire hinchaba sus pulmones y sus preocupaciones habían vuelto a poner el contador a cero. Nueva de nuevo, rota por fuera, pero cohesionada y firme por dentro. Sin embargo, cada vez duraba menos, cada vez necesitaba esa purificación un poco antes que la última vez y en seguida notaba como las costuras que hilvanaban su corazón y su alma se iban soltando cada vez más rápido. Era cuando miraba su teléfono y buscaba su número, pero aguantaba a escribirle o llamarle. Le odiaba por todo aquello, por ese silencio prolongado, por ese dejar al antojo de sus deseos que fuera ella la que hiciese el primer movimiento y como aquella cabaña era la prolongación de su olvido y su abandono.

Pero luego, sin cejar en el empeño, sin fallar ni una sola vez, su presencia se hacía enorme en cuanto ella pulsaba el odiado botón de enviar. Era entonces cuando podía dejarse llevar en volandas porque en esas circunstancias él resultaba infalible e inquebrantable. Era en los impases cuando la mente le jugaba malas pasadas y las preguntas se amontonaban una detrás de otra, surgiendo así un aura de negatividad que aceleraba la descomposición de sus costuras. Por eso llegaba exhausta, dolida y enfadada, por eso necesitaba respuestas y entonces la rabia explotaba en su interior porque nunca las obtendría y volvía a la casilla de salida cuando él lo primero que le decía era que ella no necesitaba esas respuestas.

Tenía razón, no las necesitaba, pero las quería, para saber, para forzar algo más, para tenerle más cerca o quizá para que las tornas cambiaran y ella pudiera tener algún tipo de control sobre todo aquello. Él lo leía en sus ojos y sonreía cuando telegrafiaba todas sus dudas usando los gestos y las miradas. Era entonces cuando él, con esa mezcla de distancia y pesadumbre forzaba una sonrisa para terminar diciendo: “Si quieres todo eso, si lo necesitas de verdad, no tiene razón volver aquí de nuevo. Puedes tener todo eso, podemos cambiarlo por un paseo por la rivera, cogernos de la mano y sentarnos a tomar un café mientras vemos como cae el sol y luego, cada uno irá a hacer lo que más le plazca. Podemos hacer eso si es lo que deseas, pero nunca más me vuelvas a pedir que sacuda tus entrañas con mi deseo porque mi deseo ya será otro“.

Siempre sus palabras eran las que recomponían su estado de ánimo, ese amor y odio tan ligados y siempre de la mano, pero sobre todo la adoración que le profesaba, aunque se sintiera abandonada. Era cuando de espaldas él terminaba diciendo: “Abandonada es la cabaña en la que tu vida es mía“.

Wednesday

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