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Cada mañana el chasquido de las llaves al hacer girar el bombín, percutía como una maza en el pecho, con golpe seco, dejando sin aliento de manera momentánea su vida. Cuatro vueltas, cuatro golpes que sonaban como los jabs a los costados o los uppercut al mentón, y cada vez se tambaleaba más, apoyándose con las manos en la propia puerta, apretando la llave tanto que dejaba los dedos entumecidos. Entonces recordaba como en aquella misma posición, él le arrancaba la ropa, rasgando la tela y haciéndola jirones, dejando la espalda al aire, dispuesta o así él lo creía, para recibir el castigo del cuero y las picas metálicas que volaban como proyectiles con un blanco fijado.

Su voz, asalvajada asestaba golpes certeros, puñaladas a las que nunca estaba destinada, y los puta, perra, zorra y esclava le hacían arrastrarse por un fango que en algún momento pensó sentirse como en casa. Ya no había lágrimas a las que acogerse, cauces secos de otrora vergeles que verdeaban con alegría su cara. ¿En qué momento perdió la sensibilidad del control de aquellas emociones? le preguntaba a las llaves aun colgando de la cerradura. La tensión y las heridas mal curadas, la fiebre y el agotamiento, la camisa ahora pegada a las heridas supurantes de su espalda, la sensación de saber que no podía casi caminar con normalidad y mucho menos sentarse después de una macabra sesión de azotes infinitos donde la furia y el desprecio amorataron lo que una vez fue inocencia.

Tras ella, desde hacía rato, unos ojos observaban, fríos, distantes. Ella se giró y mostró sorpresa cuando las piernas le fallaron y estuvo a punto de caerse. Aquel hombre sujetó su cuerpo, liviano en sus brazos y dejó que el peso cayese sobre su pecho. No habló, solo sostuvo el cuerpo encajado en él dejando que la fuerza se perdiese escaleras abajo, rozando con su aliento el cuello y con los dedos los hombros. La cerradura volvió a sonar, cuatro veces y la relajación momentánea volvió a convertirse en tensión infinita. Cuando la puerta se abrió, el grito salió antes que la figura y una mano fuerte se aferró al hombro de aquel hombre que se sintió zarandeado. Después de unos minutos en el que la furia se vestía de insultos y afirmaciones demasiado vehementes para ser ciertas, aquel hombre susurró algo al oído y dejó apoyada sobre uno de sus hombros a la mujer.

Se giró y ambos se miraron fijamente a los ojos cuando ella se dio cuenta quien era el auténtico dominador de aquella situación. Su voz, suave, habló en voz baja pero con tanto estruendo que su piel se erizó sin entender el motivo.

“Es normal que algunos confundáis la dominación con la violencia, sentirse amo sin serlo y aprovecharse de ello para dar rienda suelta a vuestras cositas de hijos de la gran puta. Herir sin curar no es de buen dominante, golpear sin restituir el dolor por compasión, no es de buen dominante, usar los puños pensando que estás entrenando con un saco, no es de buen dominante. Y desde luego, ser un hijo de puta, no es de ser buen dominante. “

Cuando quiso contestar, sintió como su cuello era apresado y los dedos empezaban a evitar el flujo sanguíneo. Empujó el cuerpo sorprendido aun y cerró la puerta tras de sí. Lo último que se escuchó tras el portazo, “Es hora de que aprendas a usar el látigo, porque no eres capaz de dejarme dormir con tanto ruido”. Después, silencios rotos por gritos.

Cuando salió, le miró a los ojos y se paró frente a ella. “Échale de casa y cambia la cerradura, la que tienes es de cristal y deja ver todo lo que ocurre dentro”. Bajó las escaleras y se perdió entre las sombras del portal.

 

Wednesday

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