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No se le escapaba que por mucho que lo intentase, por mucha dedicación o esfuerzo, por mucho ánimo que inyectase en aquella vena del deseo, el camino recto que su mente perversa dibujaba cada día, se torcía irremediablemente y siempre le conducía a un callejón sin salida. Y aún así, continuaba, bajo la atenta mirada de los silencios que él creía aleccionaban más que una hostia sin sentido. Pero vacíos sonoros que él adoraba eran sencillamente odiados, por incómodos e incomprendidos. Incluso sabiendo que tarde o temprano el silencio se convertía en respuesta contundente, ella se sentía despreciada. Era en ese preciso momento cuando el camino tornaba hacia cauces enrevesados, donde la confusión se solapaba con la emoción de una escena cualquiera donde ella, sentía la magnificencia y el porqué él se había convertido en el centro de su mundo. Sin embargo, ese vacío interior, esa realidad que en ocasiones parecía escasa y que con sus silencios alentaba, no le dejaba pensar con claridad.

Rara vez decía algo a sabiendas de que él lo deseaba, porque él entendía sus silencios pero no deseaba que ella los desplegase ante él. ¡Habla, coño! Le gritaba a veces descontrolado. ¡Si quisiera que tuvieses la puta boca cerrada, tendrías una mordaza! Pero ella tragaba saliva y se mantenía en sus trece. Pensaba que ese temor a hablar, inculcado en el pasado, bajo los estrictos dogmas de dominantes pasados, grabados a fuego y rabia, era un temor fundado y necesario. Cierto miedo se decía, al castigo, a la intolerancia de sus actos. Pero era en vano, porque él no era así, no era como los demás. Al menos no como los que había conocido. Y eso le llenaba de confusión en su ausencia. Comprobaba más adelante, frente a su mirada que simplemente eran estupideces inculcadas, manipulación barata para conseguir fines ambiguos o perversos. Ambos incluso a veces.

Sentía que con él tenía un pie en cada lado de la línea, dos caminos tan diferentes. A uno se aferraba por sus recuerdos, por su piel macilenta, recordatorio de noches oscuras. Al otro lado un anhelo, una luz hermosa que aún no comprendía. Se encontraba encerrada en la alegoría de la caverna, observando esa luz, ese poder y recordando la oscuridad y temía descubrir que la luz fuese aún más perversa y ese temor tiraba de ella, cada día un poco más, dejando en recuerdos lejanos, ideas difusas lo que una vez fue y le hicieron ser.

Pero el semblante lo aceleraba todo, la mano tendida, la voz rasgada y fuerte, la violencia de la mirada. Todo ello a fin de cuentas reconfortaba y se dejaba llevar, ligera, porque el tiempo como bien le enseñó, es un buen consejero si se hacen las cosas sin prisa, con pausa y sin miedo. Incluso en el dolor y en la ausencia, aquel maldito cabrón le sacaba una sonrisa que nadie más había conseguido. Y él lo sabía, porque hacía posible todo aquello que uno pensaba imposible de realizar. Tan solo estando ahí.

Todo lo posible quedaba reducido al absurdo, de ahí su imposibilidad.

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