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Desde cierta altura se ve todo mejor, sin embargo, incluso sintiendo la desmesurada e irrefrenable ansia de expandir el dominio, siempre terminaba mirando hacia abajo, donde podía apreciar sus posesiones. Respiraba con libertad porque el oxígeno era suyo, le rodeaba, con esa extraña sensación de pertenencia de algo compartido. El horizonte era suyo y todo lo que habitaba también. En cambio el tacto de todo aquello no le importaba, el desdén con el que despachaba la floreciente desesperación por conseguir su atención, le hacía atisbar cierto hastío. Pero en la base de su dominio, del castillo amurallado e impenetrable, caía de rodillas el cabello sedoso y la piel almizclada. El fulgor de aquellos ojos, que tras las torturas y el sometimiento, con la puerta abierta y las cadenas sin cerrar, aun permanecía, fuerte como un roble adulto, a su lado, en la vera de sus rodillas, hacía que todo lo demás, aquel vasto territorio conquistado y por conquistar, le supiera a poco.

Bajo el yugo del acero templado, el sacrificio era brutal. Desgajaba la piel mientras mordía el deseo, pensativo mientras veía la sangre disponerse a sus manos y ella, deseosa siempre de cumplir, de dar, recibía la constante furia desatada. Cuando todo aquello pasó, cuando después del infierno llegó la calma y él acarició la barbilla inclinada hacia la tierra regada por lágrimas y sangre, por sudor y por flujo, y levantó su rostro hasta elevarlo al mismo cielo, contempló con agrado y orgullo la mirada de quién es, y pertenece. Le otorgó el poder del metal, dejando caer el cuchillo que tantas veces había paseado por aquella hermosa piel, y que se clavó en el suelo húmedo a un infierno de distancia de las rodillas. Ella, sin dejar de mirarle, acarició la empuñadura y la sintió cálida. Levantó con seguridad el arma y la hoja se desprendió con ligereza. Extendió un brazo apoyándolo sobre la mano que sostenía la barbilla dejando laxa la muñeca. Después clavó la punta del cuchillo, tan suave que solo la piel se levantó. Calculó, escribió, pintó un cuadro, un libro, el cálculo perfecto. Luego, hizo lo mismo en su brazo, con la misma precisión, intentando sentir lo mismo que él había conseguido antes.

Cuando la cálida sangre cubrió la piel giró el brazo agarrando la hendidura del codo al igual que hizo él. Ya no era menos, ni inferior, era lo que siempre quiso ser. Él hizo lo propio, como si de un camarada se tratase aunque distase mucho de ello. Era el símbolo de una unión antes imposible, nunca dada. Tiró de ella y levantó su delicado cuerpo hasta que lo pegó al suyo. Respiraron el mismo aire, el mismo aliento, saborearon la misma sangre y se besaron con cierta ternura, algo impropio del acto en sí. Después, ella volvió a arrodillarse y mirar sus pies mientras él, observaba de nuevo el dominio y su posesión, sabiendo que lo más importante, ya estaba dentro de sí.

 

Wednesday

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