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Hubo un tiempo en el que se podía observar el mundo desde lo alto de una colina, sintiendo el frescor del aire, a veces la lluvia fina golpeando la cara con suavidad y cuando ésta arreciaba, como si la ira de los dioses clavasen sus miserias en la cara. Hubo un tiempo en el que aprender lo significaba todo y todo, era lo que se necesitaba. Ese tiempo pasó.

Se descubrió así mismo, huraño en sentimientos, con los pensamientos fuera de sí, en algún lugar, recorriendo el mundo a velocidades inimaginables y sin embargo, no necesitaba mover los pies. Las atalayas habían cambiado, todo había cambiado. Ahora, mientras paseaba con su taza de café humeante de un lado a otro, ya no respiraba el frescor de la brisa ni observaba los confines del mundo desde aquella colina que yacía en el recuerdo. La luz del sol ahora era una cuadrícula led y las cuerdas, un recuerdo efímero de lo que una vez podía hacer con ellas. Eran ahora los dedos los que corrían veloces en una vida distinta, los que dibujaban la nueva manera de dominar emociones y espíritus. Y aunque se desenvolvía bien en aquel entorno, era un pez fuera del agua.

De vez en cuando acercaba su ojo, siempre el mismo, el que le daba la compasión y el ardor de su ser a la mirilla, desde donde otear este nuevo horizonte en el que las imágenes estáticas iban aderezadas de palabras, sentencias, expresiones. Todas ellas construían un nuevo universo que él no entendía pero que intentaba disfrutar. No veía la relación superflua de todo aquello como lo que era en realidad, una fina capa como la del agua, la tensión superficial de esa vida artificial. Se preguntaba como se rompía aquella barrera y sin darse cuenta notaba todo su cuerpo sumergido, rodeado de aquellas palabras en lugar de agua. Y siempre flotaba, porque no había palabras suficientes para hacer que se hundiese. Al menos, no las había encontrado.

Se apartaba de la mirilla y volvía a mirar sus cuerdas, aquellas que antes tenían sentido y poco a poco habían dejado de tenerlo. Habían sido sustituidas por las miriadas de imágenes y nombres irreconocibles y le recordaban lo que una vez fueron y deseaban volver a ser. Dejó la taza, y bajó la fina chapa que dejaba entrar la luz por el estrecho agujero. Recogió el cáñamo y el algodón y sus manos percibieron recuerdos poderosos que tensaron sus músculos. Abrió la puerta y subió la colina, respiró de nuevo el aire fresco y sitió la lluvia fina. Olió la piel joven e inexperta, la experimentada y deseosa, la marcada y preparada, para seguir escalando la siguiente montaña.

Miró atrás y vio el camino que abandonó por ese otro, más rápido, menos real, más expuesto, menos sensible. Aquí la única estupidez era la propia y solo uno podía darse cuenta de ello. Aquí, aquellas pieles solo con su presencia enseñaban más que un millón de sentencias. El sexo de los ángeles, pensaba cuando recordaba aquellas conversaciones que no llevaban a ningún sitio pero que todos creían poderosas y certeras.

Se sintió vivo con el primer gemido, con el primer nudo, con la primera sangre empapando sus pies, con el ruido de las cadenas, con el cierre de los grilletes, con las rodillas postradas ante si, con los besos sobre sus botas, con la mirada clavada en el suelo. Se sintió vivo con el primer abrazo, con el primer estrangulamiento, con los primeros dientes clavados en la carne, con el primer azote, con la primera violencia, con el primer orgasmo entre gritos de dolor.

Nada se podía comparar con la brisa fresca y la lluvia fina.

 

Wednesday

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