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Cuando el primer salivazo empapó su cara, sintió de verdad la rabia de los dedos clavados en el cuello, la intensidad con la que se daba en aquellos instantes, ido, perturbado y sin embargo controlando cada pulso, cada presión y cada acto. Le hablaba entre dientes, notando como las vocales y las consonantes se escapaban como podían de entre los dientes, liberándose para convertirse en un martillo poderoso que golpeaba su mente aplastando cualquier conato de rebelión. Cuando el aire vibraba con su voz, su cuerpo se quedaba inmóvil. La saliva se enfriaba mientras descendía por su cara y comenzaba a gotear hacia el suelo.

Las manos aprisionaron su cara tan fuerte que separó sus mandíbulas, verbos de acción, fríos y cortantes, hielo sónico y entonces, el cálido y suave tacto de la saliva golpeando la garganta, furibunda. Luego, a tropel, los gestos y manejos, una muñeca entre sus manos, un juguete que romper en emociones y en piel, zarandeada entre tanta felicidad, con el rostro empapado, empotrada pared a pared, arrastrada por la pintura de la vida hasta llegar a una mesa, el banco de su trabajo donde su carne sería mancillada y sus entrañas expuestas a su perversión.

Era ese animal tan noble y cortés el que retozaba como una bestia en territorio de la violencia, entrando a raudales en su coño, destruyendo las paredes de su casa para salir a la luz de nuevo, tomar aire y regresar al núcleo de la tierra, una y otra vez mientras los dientes se aferraban en los músculos de su cuello, los dedos escalando las paredes imposibles de sus pechos y el soplido de los gruñidos, la cueva oscura de los deseos en la boca que como todo río, nacía en una elevada cúspide y una profunda garganta. Hablaba a sus gemidos, gruñía a sus gritos, y las caderas encajaban como si jamás Pangea se hubiese despedazado en continentes movibles por un lecho de roca ígnea. Se aceleraba, los movimientos llevaban  al golpe y éste al temblor de músculos y nervios y volvía a sentir la rabia de su saliva golpeando los labios, bebiendo el elixir antes de la explosión y su risa, grave que le hacía por fin abrir las mandíbulas. Los ojos le brillaban mientras los dedos se clavaban en las costillas y el orgasmo se desencajababa entre los labios, temblorosa.

Después, se apartaba y observaba y pasaba el pulgar por los labios, hinchados por los mordiscos. Ella sentía la felicidad orbitar su cuerpo cuando la luz de la sonrisa apartaba el eclipse de la negrura. Era simplemente el hombre y ella, era simplemente suya.

 

Wednesday

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