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Ai estaba distraída, inmersa aún en aquel estado mental del que no había regresado, acariciando con suavidad las huellas de las cuerdas en su piel, de la tensión de las elevaciones. Se notaba ardiendo, casi febril, pero instaurada en una calma poco habitual en ella. Frente a ella las manos se deslizaban por las sogas buscando imperfecciones y recovecos, fibras desligadas del alma. Cuando encontraba alguna cerraba los ojos y con habilidad recomponía la estructura y con un golpe seco volvía a tensarla. Todo aquello se hacía en silencio y ella mientras reposaba el ardor de la piel con el frío de su interior. Las fallas que con el tiempo se habían formado en el cuerpo, lo pliegues y cicatrices siempre fueron la vía de escape de la lava en la que se convertían sus emociones. Y al comienzo de todo aquello no dejaba de brotar, en violentas erupciones, en delicados ríos, en constante fluir. Al final terminaba encontrando aquellas manos que, como el agua, enfriaba y solidificaba toda aquella pasión formando figuras retorcidas que en poco tiempo se ennegrecían entre los dedos.

Ai era una isla. Había emergido en una explosión de juventud, capaz de arrasar con todo y al mismo tiempo temerosa y avergonzada de que ante cada uno de los amaneceres que le restaban en su vida, los demás viesen sus imperfecciones, los miedos y el vacío. Aquella irrupción violenta escondía el miedo y no era nada más que una forma de hacer ruido. Pero la bravura que desprendía estaba destinada a la confrontación y allí, perdida ahora en el tacto de las huellas notaba como la vida que fue se había asentado, que las dudas estaban reposando en el fondo del océano, que los miedos que aquellas grietas por las que salía a gritos sus desplantes eran ahora un cimiento reposado de energía y ella, como isla, estaba perfectamente anclada al fondo. Del letargo salió con un susurro, con el leve roce del aliento siseado de sus labios, el mismo que erizaba su piel y tensaba la espalda, el mismo que convertía la flacidez en turgencia y el cansancio en deseo.

Ai le miraba cuando éste no lo hacía. Se fijaba en cada una de sus imperfecciones, en los rasgos animales, en la violencia de sus gestos y en la bondad del cachorro cuando se desplomaba agotado sobre sus pechos. Se fijaba en la ternura con la que cuidaba de su cuerpo y de los silencios que sanaban su mente. Aprendía de la lentitud y la calma, de la no respuesta ni el apremio. Ai era ante todo suya y, sin embargo, afincada en el lecho de su mar libre para poder escupir de nuevo todo el calor que aún mantenía dentro de sí y con ella la sangre fría que él había domado.

Wednesday

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