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El alcohol, al principio, cuando los vapores recubren el cristal y se pegan de forma viscosa, me aclara la mente. Son esos cuatro o cinco sorbos los que abren un libro de recuerdos que yo me dediqué a dibujar sobre la pared de la casa. En cada una de ellas, capítulos cerrados, en ciernes, con finales abiertos. Sentado, exhausto como recién salido victorioso de una indómita batalla, observo las manchas, los restos de piel, de sangre, de semen, de flujo. Los restos de esos minutos arrebatados, arrancados de los suspiros y los gemidos. Cada una de ellas no son solo palabras o actos, son escenas vividas, teatro de recuerdos tan perfectos que no se pueden alterar.

Allí se ven los roces de su pelo, largo y sedoso arrancado por mis dedos en una trifulca barriobajera mientras mis dientes perforaban los músculos cercanos a su tráquea, como el aire escapaba de su boca y sus uñas se clavaban en mi espalda, atravesando y desgarrando mi piel. Como el maquillaje de su rostro imitaba pinturas rupestres, salvajes y agrestes mientras de puntillas sollozaba y pedía que no parase.

Un poco más abajo, una oscura mancha albergaba el secreto de su coño aprisionado contra la pared mientras los dedos escalaban buscando la salida a un fin dramático. El reguero se bifurcaba buscando no sé el qué, pero dibujó una figura regular curiosa. Sus caderas anchas me permitieron apretar el cinturón tan fuerte que su respiración se precipitaba sobre mis labios y sus tetas se desollaban contra la pared.

En la parte superior se apreciaban los dibujos finos del látigo, de como el extremo del cuero o del caucho, no recuerdo bien cual utilicé, restallaban contra la piel y la pared de aquella rubia altísima, infinitamente curvilínea y tan deseosa de sentir placer como dolor. La sangre lo salpicó todo, como su flujo. Sus ojos verdes afrutados se rindieron en un momento donde sus orgasmos fueron difíciles de contabilizar, y cuando lo hizo, rodeó mis piernas, de rodillas, suplicándome que no dejase de hacérselo nunca.

A la derecha, un enorme desconchón provocado por el extremo de un potro y los ejes de una máquina maravillosa de tortura, donde aquella pequeña soportó durante horas como su coño era penetrado una y otra vez, sin descanso. La humedad alrededor, era sudor y agua que no dejé de darle durante todo ese tiempo. Siempre adoré las fucking machines y ella, desde ese día también, por eso su rincón es el mismo cuando viene.

La última mancha, esa pelirroja fan del rap, llegó con sus pantalones anchos y su cara llena de piercings. Le colocaba cadenas y los unía por diversión mientras le daba tirones estando ella subida en una sybian, gozando como una perra, encharcándome el suelo sin dejar de escuchar su música con unos auriculares. Gritaba tanto cuando se corría que me daba por abofetearla para que lo hiciese más alto. Y lo hacía. Durante una semana sus orgasmos fueron continuos durante horas y terminaba exhausta, sin casi poder moverse y ahí la dejaba, sumergida en su propio flujo, el mismo que se filtro a la pared y dejó una hermosa marca, majestuosa.

Cinco sorbos son suficientes para recordar el libro que escribe mi pared y es algo que hago una vez a la semana, me hace ver que soy y que puedo conseguir. Ahora, es momento de sacar el potro, está a punto de llegar.

 

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