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A lo lejos, el horizonte ondulaba a caballo entre el pacífico oleaje y las perturbaciones que el sol provocaba en el aire. Los rayos anaranjados le hacían entrecerrar los ojos esperando aquel fulgurante destello verde antes de que se ocultase, somnoliento, pero aún ardiente. Las aguas cálidas iban y venían acusando el ritmo de la marea mientras la espuma se enroscaba en sus pies. La arena se hundía y apelmazaba a su alrededor y escondían la piel enfriando los huesos para instantes después, enseñar la humedad que se convertía en pequeñas perlas doradas. Y todo iba y venía, pensó.

Los paseos de la gente que se aventuraba en aquel crepúsculo salvaje de luz y sal cruzando una y otra vez ante él, los ladridos animales de las mascotas y de los dueños chocaban con la templanza del sonido del océano adentrándose en los dominios del hombre. Pero allí, sentado, con el cuerpo húmedo y entumecido no dejaba de pensar en aquel horizonte que se iba apagando poco a poco, enrojeciendo el cielo como la piel, él tantas veces había hecho. La noche se acercaba, el mar se volvería negro y el cielo, quizá iluminase con las estrellas algún camino olvidado. Se sentía viejo y cansado. Cansado de aquellas rutinas que una y otra vez hacían que la luz se tornase en oscuridad y vuelta a empezar. Cansado de que aquel mar en calma le devolviese una y otra vez una bravura que no esperaba y no buscaba. Cansado de zambullirse y embarcarse en aventuras que pocas veces le devolvían un pequeño triunfo, un momento de lucidez en el que sentirse abandonado. Entonces, el rayo verde cruzó el cielo, por unos instantes vivió de nuevo aquel primer momento, aquel primer choque de pieles, aquel azote desmesurado y propio de la inexperiencia, aquel roce de las cuerdas entre sus manos, deslizándose hacia un pozo que no tenía fin y que cada vez que agarraba quemaba sus palmas. Con el tiempo se curtió y aprendió, se hizo fuerte y sabio y mientras el rayo atravesaba sus pupilas, la oscuridad, que lo perseguía con la misma velocidad lo llenó todo.

Se levantó, era ahí donde se sentía cómodo y en paz, sin dudas. Se sacudió la arena de la piel, notando el frío húmedo y comenzó a caminar mientras las negras aguas le engullían. Era ahí dónde era feliz, pensó, dónde los pensamientos alocados y caóticos se estabilizaban, dónde sus manos por fin se permitían abrazar los cuellos y las entrañas, dónde saboreaba la salinidad de la sangre y dónde la vida cobraba sentido.

Era en la oscuridad, en la noche de sus pensamientos, donde su isla del tesoro tenía sentido y él, Robinson, era el amo y señor de la isla y de todo lo que le rodeaba. Quién quisiera llegar a los mares del sur, tenía que pasar por sus manos.

Wednesday

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