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Demasiadas filias pensaba mientras se entretenía con el pelo enroscado en sus dedos, acariciando y sintiendo esa suavidad y olor a limpio mientras ella, sentada a su vera, leía en voz alta la cuarta parte de la La Fundación de Asimov, Los comerciantes. Cerraba los ojos y escuchaba la narración en aquel salón pequeño y cálido donde la voz atemperaba los recuerdos y él, sin darse cuenta agasajaba el cabello con tanto deseo que se perdía entre éste y la historia. “… Y constantemente, como avanzadas de la hegemonía política de la Fundación, estaban los comerciantes, extendiendo tenues tentáculos a través de las enormes distancias de la Periferia.“*

Bajo su voz, el relato tomaba otra dimensión, una en la que él dejaba de pensar y solo tenía que sentir, como cuando con esas filias y una vez ha pasado cierto tiempo, el recuerdo de sus impresiones, esas ideas se tornaban en recuerdos placenteros, no vívidos pero si intensos, donde la imaginación hacía estragos y modelaba la escena a su antojo. De igual manera sucedía con aquella historia fabulosa del Imperio Galáctico que Asimov escribió inspirado en el monstruoso Imperio Romano, su leyenda, su inicio y por ende, su caída.

Soltó el cabello y llevó los dedos a su cara, oliendo el aroma a almendra y a lavanda que había impregnado junto con otro, más cítrico, profundo e intenso. Ese olor que perdura y del que uno se regocija pasadas las horas, ese olor que detestamos quitarnos de encima porque lo que evoca es tan salvaje que tememos perder un ápice de esa violencia sensorial. Pero los recuerdos le pesaban como losas de granito en su estómago, se retorcían en su memoria y desvirtuaban algo esencial para él. El instante. Siguió escuchando la voz melódica y constante y con las palabras adecuadas ella dejó de estar arrodillada junto a él para sentarse sobre sus rodillas. En ese tiempo, no dejó de leer, “…Y después otra semana… una semana para conseguir abrirse camino entre las nubes de oficiales menores que formaban el cojín entre el gran maestre y el mundo exterior. Cada pequeño subsecretario requería suavidad y conciliación. Cada uno de ellos requería cuidados tiernos era el medio de llegar al oficial superior.”*

Las caricias a veces le parecían más dolorosas que los propios golpes pensaba ella muchas veces, pero sabía que siempre llevaban junto a ellas un cierto dolor, incomprensible y nuevo que casi siempre le sorprendía. Notaba las palmas de las manos levitando sobre la piel de los muslos, notando como los dedos generaban oleadas de calor mientras se acercaban a su coño, inflamado desde el momento que se arrodillo junto a él y comenzó a leer uno de aquellos libros que antes no entendía y que para él eran memoria escrita de su vida y sus recuerdos. Inconscientemente abrió las piernas para que el acceso fuese mas sencillo. No hubiese hecho falta, lo sabía, pero el gruñido de aprobación que salió de la garganta de su señor le convenció de que había hecho lo correcto. La lectura se iba entrecortando y a veces se paraba momentáneamente cuando los dedos aprisionaban el clítoris hinchado. El flujo derretía los labios, y los dedos eran como el cuchillo caliente atravesando la mantequilla. La respiración se aceleraba pero rápidamente él salía de aquella invasión para olfatear las yemas de sus dedos.  Oliendo el aroma a almendra y a lavanda que había impregnado junto con otro, más cítrico, profundo e intenso. Ese olor que perduraba en su mente cada instante, que no se perdía en el tiempo disipándose entre otros, que difería de todos ellos porque este era el suyo.

Agarró la nuca con poderosa energía, apretando el cuello mientras ella se sentía desvalida, sabiendo que si apretaba más podría llegar a rompérselo y en esos instantes de abandono absoluto el sabía que hacer con sus dedos, donde pulsar, donde retorcer, presintiendo cada espasmo interno hasta que la orden llegó como un fulgor cegador y se corrió en la palma de su mano, tal y como había ordenado. No soltó el libro y cuando se recompuso unos minutos después, continuó leyendo sobre las rodillas de su dios.

 

*Fragmentos de Los comerciantes, 4ª parte de La Fundacion – Isaac Asimov

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