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La puerta se cerró con suavidad. El sonido de las llaves, tintineando colgadas de la anilla, resonaban sigilosas antes de posarse sobre la mesa. Luego la cadena, el cuero, los guantes. Todo dispuesto y ordenado. Se asombraba del tiempo que dedicaba a esas cosas y luego entendía todo lo que le hacía a su piel. La dureza y el cariño hasta hacía bien poco le parecían conceptos antagónicos y difícilmente compaginables. El antes y el después eran pausados, el durante, una tortura que le dejaba exhausta y sin aliento, dolorida, sollozante, marcando unos gemidos que nada tenían que ver con el placer y mucho con la entrega. Aunque luego se daba cuenta de que todo aquello era lo mismo, un todo.

Se sentó en el sofá, en su lugar, siempre el mismo y observaba desde el rincón como su pecho se hinchaba de aire, con la misma parsimonia con la que hacía absolutamente todo. Ni siquiera le había visto en lo más furioso hacer las cosas rápido, apresurándose a terminar lo que deseaba hacer. Ni siquiera cuando el dolor en los músculos o en las articulaciones le hicieron desesperarse en acabar con el sufrimiento. Disfrutaba con ambas cosas, con la cara torturada y suplicante llena de lágrimas y el maquillaje difuminado y la lentitud con el que se desarrollaba todo aquello. Sintió ganas de acercarse a él, pero aguardó. Todo tiene su momento, le había repetido más de mil veces y la piel, otras tantas veces lo había tenido que recordar. Observó cómo cruzaba las piernas y ella sintió un escalofrío entre las suyas. Miraba las botas y ladeaba la cabeza, recorriendo el cuero y los cordones, disfrutando de la imagen y deseando que con un simple gesto le hiciera ir para que se las quitase con mimo y dedicación.

Se pasó la mano por la cara, cansado y con la mirada en algún otro lugar. Tampoco en aquellos momentos en los que ella le dedicaría todo su ser para calmarle y hacerle regresar hasta su lugar, él se resentía ni se alteraba. Imaginaba el laberíntico mundo dentro de sí, oscuro, luminoso, apacible y convulso, lleno de colores y negro como sus ojos. Le olía desde allí, profundo y auténtico, cítrico e intenso y se vió acomodada en su cuello y sobre su pecho, abrazándole.

Entonces se levantó, se acercó y se arrodilló ante ella. Sintió algo de pánico, las novedades siempre venía de la mano del dolor por alguna falta. Pero fue él el que la abrazó con ternura y acurrucó la cabeza entre sus pechos y su cuello permaneciendo unos segundos eternos. Ella, rígida y erguida, con la espalda perfectamente recta, no sabía qué hacer. Gracias por alumbrar el túnel de mi vida, le susurró directamente a los pezones, que se endurecieron por el aliento y el mensaje. Gracias por estar a mi lado y no desfallecer, continuó. Gracias por hacerme ser lo que soy. Notó humedad pero no quiso creer que era lo que imaginaba. Entonces su cuerpo se relajó y le abrazó con tanta fuerza como pudo.

A veces un ligero matiz es suficiente para alimentar el sollozo.

 

Wednesday

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