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Cada día se embarcaba en su rutina, acostumbrada, casi perdida en ella. Ni siquiera observar a través del cristal como el paisaje quedaba inmóvil, como las sombras y las luces ya no dibujaban figuras reverberantes en su memoria. La mirada se perdía en el movimiento y sus otros sentidos quedaban ahogados por los recuerdos. Su vida era fácil, su carácter complejo y por eso, nunca había encontrado lo que necesitaba o quizá nadie fue a su encuentro. En todo caso, así se sentía, no solo incomprendida, también sola. Se revolvió en el asiento y apartó la mirada de la ventana justo cuando entraron en un túnel. En definitiva, la oscuridad de aquel tramo se asemejaba al de sus pensamientos.

Los vaqueros desgastados y las botas polvorientas fue lo primero que vio. Nada nuevo pensó, las modas van y vienen, como aquel tren. Ahí se quedó unos segundos, observando la forma del pliegue de la pisada. No sabía porque eso era algo que siempre le había atraído, pero no recordaba el motivo. Al salir del túnel alzó los ojos, sin mover la cabeza y clavó la mirada en unos ojos oscuros que la miraban con desdén. Se sintió ofendida y levanto la cabeza. El cuerpo delató sus intenciones y él entonces sonrió. Por primera vez desde hacía tanto que era incapaz de recordar, alguien con un simple gesto había desarmado toda su parafernalia de seguridad. Con dificultad se intentó recomponer. Aguantó la mirada, con energía. Ella estaba segura de que podría hacerlo. Muchas otras veces lo habían intentado y todas ellas habían fracasado.

El mantuvo la sonrisa, entre pícara y desafiante, moviendo imperceptiblemente la cabeza, como si en realidad estuviese estudiando un espécimen jamás visto. Se sintió incómoda y apretó los dientes. Él, entonces, dejó de sonreír. Estaba pétreo, inmóvil, con el pelo arremolinado, la barba artificialmente descuidada, pero sus ojos, seguían siendo impenetrables. Ella en cambio, a cada segundo que pasaba se sentía maltrecha, insegura, enfadada consigo misma. Pero al mismo tiempo, y eso le sorprendió, no le incomodaba sentir que le mirase así. Su cuerpo se fue relajando, hipnotizada por los movimientos de las manos de aquel hombre misterioso que agarraba un libro con firmeza. Entonces sin darse cuenta, imaginó esas manos apretando sus huesos, moldeando su carne. Y se estremeció.

El tren salió del túnel y él se levantó. Dejó el libro sobre su asiento. Se alejó y ella, esperó que volviese. No lo hizo. Se incorporó ligeramente lo suficiente para alcanzar el libro y lo cogió. Estaba en blanco excepto una página, escrita a mano y en la que se leía:

En la soledad, donde uno se ve remitido a su yo, es donde se muestra lo que cada uno lleva en su interior. (A. Schopenhauer)

Cerró el libro, cerró los ojos y lloró, en silencio, por dentro, desgarrando su alma. Cuando alzó la vista, de nuevo frente a ella estaba él, con la misma mirada determinada pero con la mano extendida. Entonces las lagrimas se derramaron por su cara.  Nunca imaginó que algo tan complicado como la necesidad de ser sometida fuera tan sencilla de entregar a la persona adecuada.

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