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Cuando la vida era dulce pocas veces uno sentía que era pegajosa. A lo lejos y bajo las ramas disfrutaba de la sombra. El sol como siempre jugaba al despiste ayudado por las hojas mecidas por la brisa y proyectaba sobre la piel motas de luz intensa. Los insectos esperaban, aunque desconocía si era porque no conseguían descifrar el lenguaje de la naturaleza sobre aquella piel apetecible o simplemente hacían como él. Observar. El calor primaveral hacía días que traía un aroma dulzón que se mezclaba a veces con la humedad de la tierra recién regada. Quizá el paraíso fuese aquello mientras tarareaba Silvertongue y chasqueaba los dedos mientras su mente le decía como moverse al compás del aire para acercase a ella y su falda de vuelo.

Estaban tan fuera de lugar que nadie se hubiera dado cuenta de su presencia. Agarró su cintura sin dejar de cantar y ella comenzó a reír intentando contener una carcajada imposible. Entonces dibujaba en su cara círculos con sus dedos, como si el grafito de un lápiz afilado transformase el papel blanco en bocetos de vida. Y ella seguía riendo cuando él se la pasaba de una mano a otra, rotando la vaporosa tela que empezaba a flotar sobre las piernas. Ni tan siquiera el polvo que levantaban los pies se atrevía a mezclarse con la fragilidad de las rodillas y quedaba suspendido hasta que un nuevo giro lo hacía flotar un poco más allá y vuelta al suelo.

Levantó el cuerpo ligero y ella agarró una naranja que se desprendió del árbol con un ruido seco que se perpetuó en el vaivén frondoso de la rama. Olía a satén y brillaba como la sangre derramada después de la excitación. Clavó los dientes en el cuello y ella se contrajo, haciéndose tan pequeña como la fruta, oliendo igual y brillando más. Los dedos se clavaron en la naranja y el jugo recorrió los dedos primero trazando anaranjados regatos por las muñecas hasta empapar los antebrazos. Ella agarró su mano y la cerró sobre el cuello mientras bebía de aquel río afrutado y naranja, notando como los azúcares explotaban en su paladar y se concentraban en la garganta cerrada por la garra y los dientes. La corteza raspaba su espalda y el dolor sólo conseguía que apretase aún más la mano que sujetaba la naranja hasta que ésta se partió en dos.

El sol se escondía cuando terminaba de beber cuando sintió la explosión en su cuello y un torrente se precipitó hacia abajo. Después la ropa se hizo pedazos y él sació su sed.

 

 

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