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La valentía era otra cosa. Escarbar con las manos la tierra congelada, agujerear la dureza para plantar y esperar que el tiempo y la vida diese un respiro mientras los huesos se quebraban uno tras otro para recoger, quizá y con suerte algo con lo que alimentar el futuro. Proteger del inhóspito viento las paredes de lo construido, achicar el agua de los cielos enfadados y dar el suficiente calor a quién debía proteger por amor y consuelo. En cada suelo vivía una vida tras otra, vidas que desgajaban su alma si es que tenía para enfrentarle cada mañana con un mundo que había olvidado las costumbres más básicas y dónde los actos, rara vez eran respondidos con consecuencias.

Aún le temblaban las piernas por esta maldición y se acariciaba los dedos, que en sueños se había destrozado, intentando llegar lo suficientemente profundo para que el torrente de la lluvia que se avecinaba no se llevase la posibilidad de futuro. Se miró en el espejo y en las ojeras vislumbró algo del hombre que en sueños suplantaba. Bebió agua y la escupió con desidia, goteando por la barbilla y perdiendo la mirada en el tenue fuego que luchaba por calentar la casa. Era difícil quitarse aquellas imágenes, no sólo por lo vívidas que se hacían, también por el pesar que le proporcionaban.

La valentía era otra cosa. Fuera lo que fuese, siempre se encontraba en mitad de la tormenta. Y no sólo eran fenómenos atmosféricos, batallas en campo abierto, en trincheras hediondas y llenas de cadáveres, en galeras mientras el óxido de las cadenas y el cuero de los látigos destruían todo aquello que hacía avanzar el futuro. Desiertos despiadados en los que el agua era simplemente un milagro entre el sudor y la sequedad de los labios. Incontables sueños de incontables vidas. Y el trasfondo, el del otro milagro que lo sustentaba todo. El cálido sonido de las risas infantiles, del pelo mecido por el viento, de los músculos tensados por el ardor y la pasión, el de las lágrimas de la alegría, el roce tenue de la piel y los infinitos olores de cada una de las mujeres que cohabitaban aquellos sueños que eran vidas.

Salía al mundo, al verdadero, el que se repetía cada día, mucho más amigable, menos traumático y caminaba por la acera, cerca de las paredes, desconfiado o quizá, absorto en sus propios pensamientos que daban forma a otras personas y otros mundos. Se cruzaba con la gente y sonreía, autómata. Conversaba y se inmiscuía en la vida íntima de los demás como ellos en la suya, probando sangre, saliva, elixir, efluvios y alientos efímeros. Deseaba volver a las otras vidas, donde, aunque en sueños, apreciaba lo que tenía valor y lo comparaba con lo real.

La valentía ya no estaba en este mundo, un mundo donde se toleraba todo hasta la intolerancia. Donde se hablaba hasta la estupidez para luchar por poder decir estupideces. Donde la violencia no se aplicaba en la defensa sino en la desgracia destruyendo y asesinando lo que se amaba. Donde con insistencia se hacía daño desde la distancia, sin conocimiento. Un mundo donde la palabra no significaba nada, pero era un gran envoltorio y la razón dejó de ser la luz que se debía pretender para convertirse en el pensamiento de cada uno.

Ya ni siquiera las ideas eran valientes.

 

Wednesday

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