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Sentado en el sillón observaba, se dejaba llevar por ese instinto voyeur que algunos tienen y que a veces dejamos disperso ante las eventualidades de la vida, como las pieles se rozaban y se superponían como láminas ínfimas de pasión. Vestido, porque no era necesario no estarlo, era su momento de descanso, de esa maravillosa dejadez que la imaginación nos hace percibirlo de manera real. Sus regalos eran de pasión y de entrega y eso lo sabía, por ello compensaba sus otros deseos, los de ella, y que él sabía no podría mitigar por muy poderoso que fuese. Él simplemente quería dejarse llevar por ese placer instantáneo mirando lo que ella era capaz de otorgar y recibir.

Bajo la luz ténue los cuerpos se deslizaban, se enroscaban y entrelazaban acompasados por los suspiros, por esos gemidos femeninos que tanto embriagan mientras se mojaba los labios sin perder detalle. El alcohol era un buen compañero en esos instantes, incluso el humo de un cigarrillo hubiese dado cierto misticismo a la escena. Pero él no fumaba. Hubiese perdido con ello el poderoso placer del gusto y el olfato, y desde su posición, el olor a sexo era tan penetrante como los estremecimientos de aquellos dos cuerpos mezclados. Divisaba la piel erizada de ambas, el flujo deslizándose por los muslos o empapando labios. De vez en cuando ella, giraba un poco la cabeza y miraba de reojo y sonreía, sonreía no pícara sino complaciente y agradecida. Una regla, solo una.

Entonces ella se dejaba llevar, franqueaba la puerta del frenesí como imaginaba él lo hacía al disponer las cuerdas en su cuerpo. Ella por esos momentos se sentaba a horcajadas sobre la cara invitada y movía las caderas rozando el clítoris con los labios y una lengua ávida y precisa que sabía lo que debía hacer. Entre tanto él, con los ojos inyectados en fuego observaba las marcas que con el tiempo había ido dibujando en la piel, recordando cada uno de esos instantes perversos y morbosos y la boca se le licuaba. Ella arqueaba la espalda rodeada de placer, apoyando las manos sobre la pared para empujarse mejor y cambiaba el rítmo a su antojo. Era su momento, lo sabía, era el poder lo que le mantenía firme y de esa manera intentaba comprender lo que él sentía cuando disponía de su cuerpo y de su mente. De vez en cuando acariciaba su marca, la de él, sobre la cadera, estática y viva y con ello, conseguía que sus entrañas se comprimiesen, como si el puño de su dueño estuviese estrujando y dando forma su personalidad y su sumisión. Pero él solo estaba detrás, observando y disfrutando de su placer.

Porque entre susurros él lo había dicho muchas veces. Cuando ella estaba al borde del colapso, cuando el dolor y el placer eran tan confusos que el desmayo era la antesala de la oscuridad, él se acercaba con sutileza y le susurraba al oido que ella era su placer y el placer, lo era todo. Entonces se recomponía, como si la adrenalina hubiese sido sustituida en el torrente sanguíneo por aquella voz que le guiaba y le llevaba donde quisiera. El mismo lugar que ella deseaba. Sintió entonces como el líquido se derramaba sobre los labios y la lengua, muy al contrario de lo que debería esperarse, siguió lamiendo buscando beber todo aquel líquido. Contempló de nuevo que junto a él, esas experiencias tan necesarias para ella eran aún mejores. Y lo eran porque él no pedía nada a cambio, solo observar como ese placer visual también le era entregado. Podía disfrutar durante horas de esa entrega lésbica, sin concesiones, sin esperar a recuperarse, porque esa maratón sexual era algo donde físicamente participaban dos y sensorialmente tres.

Cuando ambas yacían exhaustas en la cama, después de una batalla física sin igual, él se acercaba y acariciaba su cara sudorosa y llena de flujo. Él era todo y le entregaba todo. Por ese le amaba, sin ningún tìpo de barrera. Esa omnipotencia era lo que más cachonda le ponía y al mismo tiempo lo que más le amansaba.

 

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