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El sol golpeaba cada mañana con la misma intensidad que sus manos. Llevaba varios días de ya casi insoportable tortura y cada noche ya casi en el amanecer, su rendición llegaba como en las batallas libradas en los confines del mundo. Símplemente se dejaba caer, exhausta y plenamente satisfecha, con la sensibilidad en límites intolerables. Tan solo cerraba los ojos y se dejaba llevar por los efluvios húmedos de los restos sobre la tela. Una mezcla de sudor, saliva, flujo, sangre y suavizante floral. Alguna que otra vez de todas las horas que pasó sobre aquella cama derramó lagrimas, insomnes viajeras que surcaban sus mejillas para terminar decorando de una manera o de otra la sabana, cuya desembocadura se completaba con las arrugas que producían sus puños cerrados intentando soportar el castigo y el dolor.

Puntual a su posesión, le llevaba el desayuno a la cama y ella se sentía como el reo sentenciado a muerte al que le llevaban aquella última comida. Se daba cuenta de que solo por ello deseaba la muerte cada noche, una y otra vez. Su sonrisa se reflejaba en cualquier lado, para ella era hipnótica y se había imaginado alguna vez que sería de ella si no pudiese volver a verla o peor, si no pudiese conseguir que sonriese. Entonces recordaba que era en esos momentos cuando sus lágrimas empapaban las sábanas y nada tenía que ver con el sufrimiento. Su sacrificio en realidad no era tanto.

Se miró las manos y las muñecas y las vio enrojecidas, con la piel levantada, en carne viva. Sus brazos marcados y sus pechos purpúreos. Las piernas perfectamente domesticadas con una fina vara que había sacado de ella los gritos más infernales que jamás había producido. Los tobillos, aun con los grilletes, estaban insensibles. Sentada sobre la cama, tapada ligeramente con una sábana, intuía el escarnio de su espalda. Entoces, cuando el habló y ella terminó de beber un delicioso café humeante, sintió por vez primera en aquellos días la complejidad de lo que estaba sucediendo. Apartó la bandeja y la dejó en el suelo y con la misma lentitud, levanto su cuerpo y ella se sintió volar, inerte, como si hubiese escapado de su cuerpo para poder observar lo que había conseguido.

La tela que antes era blanca se había convertido en el lienzo de su sumisión y su entrega. Cada marca estaba grabada en la tela, cada gota de dolor, cada grito que la sangre proclamó, trazaba una hermosa imagen de entrega absoluta. Él le besó las mejillas, dulce, tierno, todo lo contrario de lo que ya había sentido y todo eso se convirtió en la experiencia vital de su vida. Descubrió que su dureza era su dulzura y ésta, la muestra de su férrea convicción de lo que ella era.

Gracias, le dijo él. Mi Dios, le dijo ella.

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