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Se sintió arrastrada por la arena del desierto, su piel crujía como las tarimas de un suelo añejo y descuidado. De vez en cuando el pelo se enganchaba en matojos secos que lo estiraban generando una tensión tan grande que desfiguraba su cara. Hacía mucho rato que dejó de sentir placer o dolor en los pezones, golpeados y pellizcados sin descanso como si hubiesen comprimido sus tetas contra un enorme cactus. Se sintió retorcida, abrasada por las llamas y las cenizas incandescentes del fuego nocturno, dolorida, apaleada, atada y expuesta. Se dio cuenta entonces de ese estado delicioso de descontrol, de comprobar sin ninguna duda de que ella no era dueña ni de su cuerpo ni de sus actos, de sus deseos, de sus emociones. Era como dejarse caer al vacío, rápido, emocionante. Cuando recuperó el aliento intentó abrir la boca. Él no le dejó.

Los dedos hurgaban y se empapaban de la saliva que no podía tragar. El regusto a flujo y alcohol y alguna otra cosa que no supo determinar, se mezclaba todo con el aire entrecortado que intentaba respirar, boqueando. Se sentía frágil por vez primera y fuerte y segura por contra. Esa sensación tan nueva le erizó la piel y él lo notó. Entonces voló y chocó contra la pared con violencia inusitada. Su respiración se paró, al instante y el inmenso cuerpo en que se había transformado él envolvió su sencillez como una crisálida. Las embestidas fueron tan brutales que no sabía si le dolían más éstas que los golpes duros contra el muro. En cualquiera de los casos, el orgasmo fue tan grandioso que perdió el equilibrio. No pudo descansar apenas porque fue arrastrada por el suelo de nuevo, desnuda, empapada en sudor y flujo. Casi inerte sintió la suave caricia de las sabanas al botar sobre el colchón pero sus brazos, ahora pegados a su espalda fueron rápidamente atados. Sin casi espacio para hablar, sintió como la furia de una de sus rodillas dejaba caer el peso de su cuerpo sobre la espalda, doblándola como si fuese un arco. Sintió como agarraba el pelo y tiraba de él hasta que lo anudó a las cuerdas. Estaba inmóvil, perpleja. Entonces él se situó frente a ella y sin avisar agarró su cabeza con ambas manos y le folló la boca hasta la garganta, dejando un reguero de saliva que se empezó a acumular en las sábanas, formando un círculo perfecto.

Los gruñidos fueron el preludio de su descarga, de un orgasmo desesperado y salvaje que ella asumió como suyo y degustó como nunca. Olió su abdomen, el sudor que goteaba de su pecho, su semen mientras lo saboreaba. Cuando se quiso dar cuenta, le dolía todo el cuerpo y él lo percibió. Sacó un cuchillo negro y algo extraño y cortó las cuerdas con una delicadeza asombrosa. Soltó su cabello y se lo colocó. Después, con una sonrisa, susurró -Buenos días Sylvie.

Por vez primera se sintió ella.

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