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Si dejásemos todo al azar, los caprichos de éste serían inabarcables. La música sonaba en el habitáculo y el sol de primavera empezaba a calentar. Las gafas de sol no ocultaban la falta de sueño y las mejillas aún sonrosadas, las bofetadas de la noche anterior. Cantaba mecida por el cabello que se balanceaba sobre la cara por el viento que entraba por la ventanilla a medio bajar. De fondo, entre los estertores del sonido grueso de una afilada guitarra, el mar empezaba a sentirse bravo y protagonista. Los acantilados estaban cerca y se divisaban al fondo de la sinuosa carretera que serpenteaba por la orilla, entre pequeños arbustos y claros dorados y ardientes.

La miraba con inocencia, casi con el olvido descuidado de lo que la noche había desarrollado. El olor a pelo a medio secar y la piel tirante, era suficiente para tener un trayecto calmado. Cuando sonaban sus canciones favoritas, se removía en el asiento moviendo la cabeza y los brazos, imaginando que estaba sobre el escenario, frente a la multitud. Se escondía de sí misma y de lo que era porque a veces se avergonzaba de lo que era capaz de hacer, de lo que era capaz de dejarse hacer. Las piernas desnudas, las sandalias en el vano que existía entre su mundo y sus pies. Las rozaduras de las cuerdas y la piel levantada se veían al trasluz. Ella sabía cuándo le miraba las marcas y se hacía pequeña, aunque no sabía por qué. Aún le dolían los pezones bajo la camiseta ajustada, evitando que la tela se moviese por el viento. Apretaba fuerte, como los dientes cuando el gancho, que en algún lugar del coche tintineaba escondido, se introducía en el culo, frío y ardiente al mismo tiempo.

Tenía siempre la sensación de saborear el semen incluso habiendo pasado muchas horas y él de vez en cuando se llevaba las manos a la cara. Ella pensaba que era para olerla y la vergüenza de nuevo poseía su cuerpo y ruborizaba las mejillas. A cambio, él cerraba los ojos y echaba la cabeza atrás rememorando sonidos, azotes, gritos y súplicas. Deseos perpetuos. Las curvas de la carretera a veces parecía que les sumergía en el mar y otras que les enterraba en las montañas, les cubría de espuma o les tapaban las ramas. ¿Y no era ella todo aquello? Se hacía líquida para enterrarle en sus propios misterios, mientras ella se volvía etérea arropada por las ramas de sus brazos cuando todo había acabado. El verdor del cuidado y la atención.

Ella sonrió por fin y se mordió el labio, sin ninguna intención perversa, sólo juvenil y pizpireta.

 

Wednesday

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