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La saliva tiene sus momentos, como todo. Supongo que la satisfacción y el deseo que nos hace babear hasta que la boca se nos inunda mantenía su necesidad en un estado atípico. El de caer rendida, el de aceptar cualquier cosa porque no se engañaba, el deseo era tan atroz que la permisividad se había quedado difuminada de la misma manera que las manos borran las letras de la arena. Sólo levantan polvo y borran los rastros del pasado. Allí, de rodillas, con la mirada rendida y esperando intentaba vocalizar, pero los sonidos se ahogaban en mitad de su garganta. El miedo o la cautela, no sabía muy bien qué era, le impedía tomar la firmeza necesaria para arrancar la voz.

En definitiva, cuando se arrodillaba frente a él, por mucho que antes hubiera pensado, ideado y planeado lo que fuera que hubiese hecho, se difuminaba y desaparecía para dejar paso a unos sonidos poco articulados que le hacían quedar como una imbécil. Al menos ella así lo sentía. En aquella postura sólo quería tocar, sentir, abrazar. Hacerlo sin disimulo, hacerlo con deseo y sin miedo. Sin embargo, cuando conseguía, por fin, unir un par de palabras para formar una reflexión, lo que retumbaba era un reproche, un ataque, una puya. El miedo a ser algo insignificante la condenaba a convertirse en una estúpida. Luego se mordía la lengua, pero tarde, el labio para hacerse daño, pero mal e hincaba aún más las rodillas con el afán infantil de no moverse de aquel sitio. El pasado y el presente se mezclaban, pero el resultado era el mismo que el del agua y el aceite. Se veía dónde estaba cada uno de ellos.

¿Quería estar allí? Posiblemente. ¿Sabía estar allí? Parecía que no. Cuando intentaba acercarse para tocarle, aunque fuera con el aliento sentía que tiraban de ella con la fuerza de mil truenos y la alejaban de nuevo. Y de nuevo aparecían las preguntas. ¿Qué quería? Todo se volvía confuso. Todo era entonces un caos.

Y luego él, saltándose las normas, los rigores, lo establecido, se sentaba con las piernas cruzadas y los vaqueros raídos frente a ella. Miraba desde la distancia buscando a saber qué, indagando con esa mirada que a ella le impulsaba a querer tocarle aún con más fuerza. Luego le pasaba las manos por la cara, los dedos por los labios, acariciaba su pelo y él giraba la cabeza como cuando los perros reciben atención. No sabía si era porque era más animal que otra cosa o porque era un gesto de satisfacción. Toda la vida y aún no había descifrado una mierda. Eso le hizo llorar por dentro. Entonces el clavó los dedos en la nuca, forzando su cuerpo a tensarse. Abrió la boca para decir algo, pero nada salió de sus labios. La presión se hizo más fuerte, tocando los huesos de las cervicales, caminando por ellas como si de un acantilado fuese, con firmeza no fuese que resbalasen y cayesen por el precipicio de la espalda. Entonces atrajo su cuerpo y colocó la cabeza en uno de sus hombros. Allí notó el latido lejano de su corazón retumbando en los huesos y la carne, la respiración profunda y pausada y como las manos empezaron a apretar el cuello limitando la entrada del aire. Se separó un poco y le mordió los labios con tanta fuerza que gritó de dolor. entonces él se separó sonriendo y le dijo: “Ya has dicho algo. Es un comienzo”.

La tortura se prolongó toda la noche, con pocas palabras, algunas preguntas y mucho dolor. Lo que tuvo claro es que siempre quería tocarle.

Wednesday

Foto de Zulmaury Saavedra

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