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Y la sangre llegó como el primer orgasmo adolescente, arrebatando todo el aire de los pulmones, retorciendo cada músculo, empapándolo todo. La primera gota salpicó las botas ante un quejido ahogado por una mordaza. Un descubrimiento fortuito que abrió una puerta inmensa, la de los dominios del dolor, del miedo, del terror controlado, de la presión psicológica extrema, de la tortura infinita que una mente puede producir y unas manos ejecutar.

Sintió que perdía el control de las emociones, que los gritos podían convertirse en música pero que sin un director, las cacofonía tendría poco sentido. No todas estaban preparadas, no todas estaban dispuestas, no todas las dispuestas eran capaces de soportarlo, no todas las que lo soportaban se convertían en ángeles cantores. Sus manos se convirtieron entonces en batutas firmes, dirigiendo a las no preparadas hasta la disposición, a las dispuestas hacia las primeras notas, a las incapaces de soportarlo hasta que afinasen adecuadamente y a las que lo soportaban, en sopranos de su sadismo descubierto y disfrutado.

La sangre, el rojo teñía los dedos y los instrumentos que diseñaban en las pieles ajenas espirales de dolor, grafismos líquidos y muecas dónde los dientes marcaban los labios y las mordazas, dónde las lágrimas diluían los deseos de las incautas y llenaban los depósitos de las acuarelas con las que diseñar el siguiente lienzo.

El rojo sádico de su dicha, el rojo violento de los deseos que nunca más se desprendió de él.

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