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Acudió a la fiesta, invitado, no de excepción aunque era excepcional que se presentase en una de ellas. Dos requisitos, traje y acompañante. Lo segundo era indistinto, así que se decidió por una máscara y una capa roja de raso, lo suficientemente larga para que arrastrase ligeramente. Ella perfumada, ligeramente maquillada y con tacones. Nada más. En su muñeca un brazalete del que sobresalía un enganche y de éste, la prolongación hasta su dueño con una fina cadena de oro blanco. Al otro extremo unos guantes de piel negros ajustados sobre unas manos firmes.

La puerta se abrió y les sorprendió el bullicio y la música que sonaba ligera. Intentó recordar si era Chopin pero desistió. La música clásica no era su fuerte. Cuando entraron, silenciaron todo excepto la música. Nadie esperaba ver aquello. A su alrededor muchas mujeres con collares en el cuello y correas de perro que eran tensadas por quién quería sin ningún tipo de control, otras, figurando como percheros mientras sujetaban desnudas la ropa de los invitados. Otras menos afortunadas de rodillas con las manos en el suelo soportando los pies de varios hombres mientras estos bebían, fumaban y reían. En un par de rincones, tres muchachas muy jóvenes hacían de cenicero para escarnio de sus pieles. Sin embargo, las miradas de todos ellos se centraron en mi posesión.

Se erigía hermosa y tras de mí, tan solo un paso, su mirada escondida por la máscara, era un imán para todos ellos. Algunos se acercaron para observar mejor de quién se podría tratar. Me quité las gafas de sol y mis ojos brillaron entre la humareda. Menuda perra te has traído, dijo uno. Me giré y sonreí. Quizá el bozal deberías llevarlo tú, le dije de manera encantadora. Ella sin embargo estaba impasible y solo caminaba cuando yo tiraba ligeramente de la cadena, suficientemente sutil como para que nadie se diese cuenta. Solicité un vaso con bourbon que le cedí a ella. Lo bebió de un sorbo, sin gesticular. Aparté un poco la capa para que pudiesen ver el esplendor de su cuerpo y la perfección de sus marcas que recorrían centímetro a centímetro su piel desde el cuello hasta los tobillos. Un leve tirón y se arrodilló junto a mi, posando su perfumado cabello en mi muslo. Le acaricié la cabeza.

De esto te he hablado siempre, le dije. Todo lo que ves aquí no es nada más que parafernalia, al final, todos ellos, amos, o eso creen, lo único que desearían ahora mismo es follarte sobre aquel potro y no les importaría nada en absoluto que fuesen uno detrás de otro, ni tan siquiera que sus sumisas estén ahí para contemplarlo. Te diría que muchos desearían que te unieses a ellos y que así pudiesen demostrar lo poderosos que son. Ellas aceptarían por descontado, son sus amos y aunque les moleste, porque les molesta, lo harían. Ninguno se pararía a pensar que tú eres una sumisa y eres de alguien y que por tanto mereces dos formas de respeto, la primera por ser una posesión, una propiedad privada y la segunda por ser lo que eres, más allá de tu físico o tu desnudo.

Con esto quiero decirte, que no quiero esconderte, te enseño como lo que eres en toda su complejidad y sólo deberás ser obediente hacia mí y para contigo. No tienes que bajar la mirada ante ninguno de ellos a no ser que eso lo haya decidido yo, porque tú eres sumisa, mi sumisa, de nadie más. Ese respeto, regio, solo se lo debes a tu amo. Los demás son meros actores secundarios en tu historia. Y solo puedo decirte, que tu historia es fabulosa.

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