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Todos en nuestra vida, en algún momento, nos hemos sentido inmersos en una faena de serie B. Cuando sabes nada más comenzar e inmediatamente después de dar al play, que hay un tufillo en ese comienzo nada alentador y del que nos vamos a arrepentir durante bastante tiempo. Y así es como se llega a esos momentos, la vía más rápida, la de la trola sin concesiones. La de ponerse el traje o vestido de lo que no es para conseguir aquello que no sabemos que buscamos.

Ella, temerosa del azote y el dolor se sintió atraido de aquel que desmesuradamente demostraba que esa aflicción, era un baluarte y una enseña, un marco estupendo para hacerse notar y con el que sin duda obtenía grandes beneficios carnales. A priori todo pintaba fetén, uno daba y la otra recibía. No podía darse mejor esto de la oferta y la demanda. Ambos presentaron las credenciales, omitiendo detalles insignificantes como el que ella no toleraba el dolor y él, no sabía como proporcionarlo. Nada que debatir sobre sus figuras y chascarrillos de bdsm, era lo propio y lo típico.

Entonces ella, ideó un plan para poder evitar la mayor parte del daño posible, a sabiendas de que un golpe desmesurado le haría llorar desconsoladamente y su tapadera de sumisa masoca se iría a la puta mierda. Era lista, así que imaginó que podría con ello. Él, hizo lo propio, navegó por internet y se descargó unas cuantas películas donde mozos encuerados de cintura para abajo niquelaban la piel de nenas que mezclaban el grito y el gemido con pasmosa naturalidad. Play, stop, play, stop, rewind y vuelta al play. Tomaba notas, el nota.

Y mientras la cita para la escena se iba acercando ella sudaba y él sudaba porque para ella, él era el experto sádico, capaz de proporcionar dolor y placer en la entrega, un profesional con muchas horas de azote y tentetieso y él, por vez primera, se iba a encontrar cara a cara con alguien que aceptaba el dolor como algo natural y deseoso y claro, además de que el empalme y la duración (así lo entendía él) debía tener su duración, la perturbadora agonía que debía proporcionar, tendría que estar a su altura.

Cuando se vieron las caras, ella no sabía como actuar, si bajar la cabeza, si no, si hablar bajo o no, si llevar la voz cantante o no y él, no tenía ni idea de si tenía que arrancarle la ropa u ordenárselo, si tenía que pedirle que se arrodillara o abofetearla. Y ante aquella indecisión, se sacaron los colores en una escena lamentable pero muy instructiva, donde ella confesó que odiaba el dolor y él si le apetecía ver Transformers La Era de la Extinción.

Por fin se dieron cuenta ambos de lo que era dar y sentir dolor.

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