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Cuando estaba sola, corría. Lo hacía para respirar rápido, para que la sangre recorriese las venas a trompicones y su corazón estuviera a punto de descabalgar. Era ese correr frenético que te deja sin aliento y consigue que arda cada una de las fibras del cuerpo, el que te deja exhausto y hace que apoyes las manos sobre las rodillas intentando recomponer la tensión y la respiración. Pero también era la lucha contra la calma y la tranquilidad, el momento donde las ideas se desataban para crear fantasías que evolucionaban cuando el oxígeno tenía dificultades para iluminar cada parte ínfima del cerebro. Corría entre los árboles, arañándose la piel con las ramas en pie de guerra, flexibles y poderosas, enredándose en la coleta larguísima que se mecía de un lado a otro de la espalda en un intento de hipnotizar el pasado cuando la veía alejarse. Entre los almendros y los acebos, entre los abetos blancos mientras sus pies hacían crujir la hojarasca del otoño sorprendida del verdor de las coníferas. Pronto vendría la nieve y algo más de agua. Entonces chapoteaba por la orilla del río, saltando de roca en roca, pasando de una senda a la contraria hasta salir al claro, donde el verdor daba paso a la suavidad de la hierba silvestre y su vaivén acordado con el viento. Seguía corriendo observando el cielo y sus nubes en aquella algarabía de apariciones hasta que se acumulaban a suficiente altura para en conjunto, descargar todo el poder en forma de truenos y relámpagos. Pero no hoy. El sol lo empequeñecía todo menos a ella y su tarea. Se miraba las manos aún llenas de tinta, de pintura, de barniz. Las olía sin dejar de correr, con cada matiz, cada color y su olor, su textura. El sol desaparecía entonces cuando el bosque arropaba de nuevo la carrera y ya podía sentir el llanto de los pulmones exigiendo un descanso. Los cerezos y esa madera tan simbólica. ¿De cuál de ellos habría sacado las marcas que recorrían su piel? Se preguntaba cada tarde cuando pasaba como una centella por allí. La garganta seca y las fosas nasales arañando y trepando para llegar a la tráquea, la que le presionaba cuando él era feliz y ella dichosa. Ya veía los botes y los pinceles y a lo lejos, la saya colocada en horizontal, a medio decorar, con esos esbozos de su mente repartidos por toda la superficie. Sabía que esa no era la que protegería su wakisashi, pero quería hacerlo perfecto. Excelso para él.

Tras la ventana, él miraba como saltaba y se embadurnaba el vestido de pintura mientras iba de un lado a otro por el jardín. Reía a carcajadas, inocente, espléndida. Terminó el café y se ató las botas antes de salir al suelo embarrado con una manta bajo el brazo. Cuando ella le vio, dejo todo lo que tenía en las manos y fue con pasos cortos y mirando al suelo hasta que frente a él se puso de rodillas. Él se arrodilló junto a ella, clavando las rodillas en el barro, pasando la manta alrededor de los hombros empapados de ella. La cogió en brazos con esfuerzo porque ya se sentía tan viejo como lo era, y la llevó dentro, observando las cicatrices del pasado, las arrugas del presente, el olvido del futuro en sus ojos, mientras ella recreaba una y otra vez para no olvidar aquellos días en los que cuidaba su espada y él cercenaba la carne en su deleite.

 

Wednesday

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