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El grito se pierde en el horizonte, ni siquiera el aire es capaz de amortiguar la cólera y refrescar el espíritu. Podría estar gritando eternamente y no se aplacaría esta desazón que le abrigaba. El rechinar de los dientes, conteniendo de alguna manera la tensión de los músculos, el ácido que corroía su interior, los latidos, que como martillos hacían retumbar sus entrañas. La espuma imaginaria que empezaba a llenar las comisuras de la la boca. La rabia.

Pudo ser una noche luminosa, así lo presagiaba la incipiente luna llena, iluminando todo lo que su vista abarcaba. Podía respirar con lentitud y profundidad porque el aire era limpio y fresco, aromático, perfecto. Su mirada clavada en la de ella, grácil presa ajena a su destino, vaporosa en los movimientos, agitando la ropa y caminando de puntillas. El bosque era una mera atracción, y ella, tan solo buscaba el anhelo del desgarro, del goteo incesante de la sangre recorriendo la piel y regando la tierra.

Sobre el papel, la escena era hermosa, de cuento, de tensión y terror pero también del murmullo amoroso que supone un encuentro fortuito y violento. Ella de espaldas, él, afilado y tenso, escuchando las pisadas, intuyendo el camino que tomaría a continuación, dispuesto a saltar y degollar las emociones deseadas. El silencio abrumador, roto por el crujido de la luz de la luna golpeando la piel blanquecina y la turgencia de los pechos rozando la fina tela. Centímetros de separación entre los dientes y la sangre.

Ven, escuchaba él en su interior, al ritmo de su corazón, hipnotizado por aquellas líneas irregulares de color púrpura. La vida corría por aquella superficie y el olor afrutado estilizaba su cuerpo a punto de romperse ya. Se dio la vuelta y de bruces contempló el fuego de unos ojos que rivalizaban con el hielo de los suyos. De inmediato comprendió que todo había sido una trampa, en su propio terreno, notando como el hielo comenzaba a fundirse, como la vida poderosa de aquella hembra reducía a una gota miserable su poder. Apretó los dientes y saltó.

La yugular estaba preparada, dispuesta y entrenada desde hacía décadas. El mordisco, mientras sujetaba las manos y caían en un suave y plácido manto de hojas, le inoculó un veneno del que no existía antídoto. Aún así, devoró su carne, bebió su sangre, lamió las entrañas y partió los huesos hasta hacerlos polvo. Empapado de ella, yacía en su territorio, agotado, moribundo, sumergido en una extraña sensación que la nocturnidad hacía aún más confusa.

La caricia en su cabeza le devolvió a la realidad, al olor a tierra mojada y fértil. Se dio la vuelta y se puso boca arriba. A su lado, de rodillas, meciendo su cuerpo sobre las piernas y el cabello sobre el pecho, con una sonrisa lunar, su posesión que por primera vez, le había poseído.

 

Wednesday

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