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El cuaderno tenía casi las mismas arrugas que su cara y los dedos acariciaban la cubierta oscura intentando descifrar los misterios del tiempo. Sin suerte pensaba una y otra vez. El otoño terminaba y miraba las ramas de los abedules desnudas recortadas por los intensos rayos del sol. El frío se acercaba despacio e inexorable pero las brumas habían desaparecido por completo. Dentro, en las hojas garabateadas, el tiempo era dueño de si mismo, moldeándose al antojo de aquellos dedos que nunca dejaban de buscar esa luminosidad. Aquellos ojos, recordaba, aquella piel, sentía en lo más profundo de sus pulmones imaginando como se empapaba de ella, aquel abdomen. Los recuerdos dolían quizá tanto como las marcas indelebles que él propició y que el tiempo encurtió. Las ramas ahora se llenaban de hojas, fin del invierno, flor, vida y luz, sin embargo, el dolor del recuerdo se mantenía y el temor al olvido se apoderaba de él.

Abrió el cuaderno, casi a la mitad y leyó con voz tierna palabras que le trasladaron a un pasado lejano y feliz. “Guíame, llévame y no me soltaré, jamás”. El eco de su voz se compuso levantando una magnífica obra de arte a su alrededor, los sonidos de la vida, los olores de la pasión la sensación de entrega y confianza se apoderaron de las lágrimas de sus ojos. “¿Cómo puedes conocerme tan bien sin conocerme?¿Qué embrujo maldito es este que me mantiene pegado a ti, el deseo de solo beber de ti, de sentir todo aquello que tu imaginación es capaz de construir? Me siento bien contigo incluso en el dolor más agudo, sabiendo que estás ahí. Dame la mano, guíame, llévame y jamás me soltaré”.

¿Cuál fue el lugar, el momento, el sentido en el que los dedos se desenlazaron, donde aquella fusión perfecta fue destruida? Siguió pasando hojas, al azar, sin sentido, buscando un resquicio, una respuesta que el paso del tiempo es incapaz de dar. Las lágrimas gotearon sobre el papel ennegrecido por la tinta cuando veía las fechas de cada anotación, cada renglón era una llamada de auxilio que el tiempo no tomó en cuenta. Sentía como aquella vida se le escapaba de entre los dedos como el agua, dejando tan solo humedecida la existencia. Recordaba enjugar las lágrimas de rabia que ella vertía, el flujo que le otorgaba, la saliva milagrosa que inundaba su existencia, la sangre, la sal de sus vidas.

Dolor, placer, palabras tan opuestas como el día y la noche y ambas se necesitaban mutuamente. Levantó la mirada de nuevo, observando el sol, que a esas hora ya pensaba en esconderse, como lo hacía ella, dando un poco cada vez, creando un puzle soberbio y complejo que siempre quería terminar y nunca pudo.

Pero cada día, después de ese juego del escondite, el sol volvía y la risa inagotable de sus labios volvía a recordarle que aquello había sido su vida. Cerró el cuaderno porque el invierno y el frío eran ahora parte de su vida.

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