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Mucha gente se siente incomoda en los silencios. A Sylvie le enseñó que en ellos se puede disfrutar tanto como sin ellos. Las miradas y los gestos, las sonrisas y los suspiros en definitiva, le llenaban tanto o más en momentos como ese. ¿Cómo se llama? La pregunta era del todo menos inocente. La hizo en un susurro, como si en realidad no le importase que lo tuviese y mientras saboreaba un poco de salmón ahumado. Sylvie rió con delicadeza, sin inmutarse y bebió algo de vino dejando la marca de sus labios en el borde del cristal. Después paseó su lengua por ellos y se mordió ligeramente. Era tan jodidamente intensa, delicada y perfecta en sus acciones, pensó, que pocas cosas más podría enseñarle.

No tiene nombre, no está en mis derechos ponerlo. Es tu regalo, es tuya y le pondrás el nombre que más desees. Las palabras sutiles, afiladas y rotundas fueron más que suficientes. Él bebió un poco de vino y con la servilleta los secó. Se levantó y se acercó a su regalo. Se paró justo a su lado y notó como temblaba, en silencio, atada. A su lado, ella parecía un juguete, diminuto, frágil y extremadamente sensible. En cambio a él le pareció una obra maravillosa de la naturaleza. Su cabeza le llegaba a los hombros y éstos eran el doble de anchos que su menudo cuerpo. Desde aquel torreón apreciaba el generoso escote del vestido y comprobó que no llevaba ropa interior. Los pezones desde hacía rato estaban retando a la dureza de las paredes. Sylvie sonreía mientras seguía comiendo. Él dio un par de vueltas más alrededor y le ordenó que levantase la mirada.

Contempló la belleza de sus ojos, primavera en forma de miel, brillantes y llenos de vida y temor. Las pecas asomaban desde todos los recovecos de su piel, dándole un aspecto juvenil y aniñado. Esto en cambio no le gustó tanto. Le preguntó la edad, con una voz tan profundamente silenciosa que le temblaron las piernas. Veinticinco contestó. Aparentaba muchos menos. Olió su cuello, sin tocarla, solo el aliento recorrió su piel y se estremeció. Olía a limpio, a juventud, a deseo y entrega, pensó. Así olía Sylvie cuando la encontró, pero esa es otra historia.

¿Tienes hambre? le preguntó. Solo el silencio obtuvo como respuesta. Podía más el miedo a la equivocación que al castigo. Estás creciendo, le susurró. A partir de hoy te llamarás Meiko y ante mí no atenderás a otro nombre. Sylvie, curiosa, le preguntó que significaba pero él la hizo callar con un gesto de la mano. Sin dejar de mirar a Meiko y acariciando suavemente su rostro le explicó que su nombre evocaba un brote floreciendo, delicada. Él solo iba a regar su sumisión y crecería firme y erguida.

¿Tienes hambre? Volvió a preguntarle. Ella asintió con la cabeza, temerosa de hablar a destiempo. Bien, contestó él y con otro gesto hizo levantar a Sylvie. Agarró su cintura y con un tierno azote le dijo: Prepárala.

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