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Sylvie disfrutaba haciendo las cosas lentas para él. Aprendió muy pronto que las prisas no llevaban a ningún sitio y a ella, en concreto, los castigos severos le desagradaban bastante. Poco a poco fue descubriendo que las cosas bien hechas se hacían con calma y la pausa precisa para disfrutarlas plenamente. Los movimientos incluso los gemidos eran a veces deliciosamente alargados en el tiempo cuando le tocaba y arañaba su piel. Sonrió al pensar que también a veces, él resultaba ser una tormenta arrolladora que la poseía en cualquier lugar, sin ningún miramiento ni delicadeza, con furia inusitada dejando su piel desgastada por el roce con cualquiera de las superficies más ásperas que pudiese encontrar.

Sonreía al recordarlo mientras deslizaba hasta el suelo el vestido de Meiko. Hipnotizada, contempló sus pechos, hermosos y los labios, sonrosados, hinchados y entreabiertos. La saliva pugnaba por salir, libre y goteando hasta el precipicio al que le invitaba el suelo. Meiko dio un respingo al oirle. Fue una orden seca y directa, y tan sencilla que no tardó en acatarla. Era ahora Sylvie la que estaba siendo despojada de su ropa. Con la misma lentitud y cuidado, la ropa fue cayendo al suelo. Mientras, él se acomodó en un sillón e hizo que la música de John Coltrane inundase el lugar. Atenuó las luces y se acarició el mentón. Cruzó las piernas y con un ligero gesto de la mano hizo que Sylvie se tumbase en la cama. Desde el sillón, la visión era maravillosa, el cuerpo tendido y frente a ella el pequeño cuerpo de Meiko, proyectando una sombra fastuosa que titilaba con la luz de las velas.

Meiko esperó, mirando al suelo, ni tan siquiera se atrevía a mirar a Sylvie. Juega con ella le dijo sonriendo a Sylvie. Enséñale todo lo que puede conseguir. Le tendió la mano sonriendo y Meiko acarició sus dedos sutilmente. Tiró de ella y las dos retozaron entre las sabanas. Los besos esponjosos y delicados, las caricias cálidas y certeras que hicieron estremecerse a ambas y revolvió de su asiento la mirada penetrante de él. Sylvie agarró el cuello de Meiko y llevó su cabeza hasta el abdomen, empujándola hasta el comienzo de su pubis. ¡Come perrita! le dijo casi al mismo tiempo que arqueó la espalda.

El sonrió de nuevo. Si algo es mejor que John Coltrane, es John Coltrane acompañado de gemidos indecentes, pensó. Le gustaba mirar como retorcían sus cuerpos, como Sylvie se entregaba al placer como nadie había conocido y descubriendo como Meiko había sido la elección perfecta, no solo por el físico, su ternura y obediencia, sino porque había nacido para ese momento. Cuando Sylvie explotó en un orgasmo que empapó la cara de Meiko, él sonido del cinturón deslizándose desde los vaqueros hasta cortar el aire. Coincidió con un solo de trompeta y quizá Miles Davis sonriese desde algún lugar, o quizá envidiase ese momento. Porque entonces, el primer latigazo impactó en las dos nalgas al mismo tiempo.

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