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La vida caía al suelo tamizada entre los dedos. No sabía que contestar en realidad. Lo recordaba, al menos eso quería creer. Lo anhelaba, eso le encogía el pecho. Todo se volvía difuso entre tanto caos. Los momentos, escondidos en el tiempo, jugando al despiste y al olvido le hacían darse cuenta de lo complejo que era todo aquello. Deseaba que su vida hubiera sido de otra forma. Se golpeaba las rodillas desechando ese pensamiento. No era verdad. Deseaba que las circunstancias hubieran sido diferentes porque siempre llegaba tarde, porque de tanto esperar, la vida tejía para ella y para toda una vestimenta que rara vez podías quitarte. Bajo la lluvia y cubierta por el paraguas esperaba, deseando que el agua calase hasta los huesos y poder sentir de nuevo el temblor desde el interior. No hacía falta, los nervios se encargaban de ello.

Era un día frío, pero no para ella. El estrés de años irreverentes, de décadas en las que estuvo metida en su propio laberinto, intentando buscar una salida mientras se daba cuenta de que perdía más de lo que ganaba si lo hacía. Se refrescaba la memoria con mensajes valientes, había que apostar, que vivir, que sentir. Había mucho más que ganar. No era verdad, casi nunca lo era. Solo se gana cuando no se deja nada atrás, sino, la perdida puede ser inmisericorde con el futuro. Así que a regañadientes esperaba en esas puertas falsas de su laberinto para escabullirse por ellas, lo suficiente como para echar un vistazo a lo que se suponía debía ser todo aquello que sentía desde niña y nadie excepto él le puso nombre y forma. A cambio, él arrastraba aquellos sentimientos hacia su interior y le explicaba, a veces entre risas infantiles disfrazadas de seriedad que él no hizo nada que ella no supiera. Tenía esa facilidad para lavarse las manos y darle toda la responsabilidad a ella mientras sostenía su cuerpo y su mente.

No había ninguna diferencia. Eran uno e iguales. Iguales que los demás, amantes como tantos otros, devotos el uno del otro, en silencio, y cuando se juntaban se desposeían de todo para vestirse entre ellos. Entonces ardían, él por el fuego que provocaba y ella por el fuego que le consumía. El chisporroteo de las palabras, de los dedos correteando en incendiando los recovecos de la piel para luego ahogarse en la espesura de ese líquido blanquecino que ella derramaba a chorros. Luego las contracciones del odio y del fanatismo por el tiempo perdido se recuperaba a trompicones en la respiración de él, en sus palabras calmadas. Quizá fueran un consuelo, una mentira urdida para hacer que su tormenta fuera sometida y enterrada en una botella que luego ambos arrojarían al mar.

La lluvia castigaba sus hombros porque de manera inconsciente había bajado el paraguas, ahogando el llanto por la espera y la renuncia a todo. Entonces, la mano en el cuello, ajustada como una bufanda de pasión le hizo ver de nuevo un rayo de esperanza. La atracción de sus brazos hasta apoyarse en el pecho y notar la respiración larga y profunda. No me acuerdo de tu dolor, le dijo. No me acuerdo de tu mirada cuando suplicas ni cuando me amas al mismo tiempo. ¿Te acuerdas tú del dolor?

Cerró el paraguas porque dejó de llover.

 

Wednesday

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