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Qué difícil era encontrar la integridad, se decía mientras le daba un sorbo a la copa de vino. La fantasmagórica presencia de ella en algunos hombres, que se envolvían haciendo de ella una capa que les otorgaba un aura mística y un porte majestuoso. Se les veía llegar y ella casi siempre claudicaba esperando que eso por fin fuese lo que buscaba. Todas y todos lo hacían, buscaban algo. Algunos tenían claro lo que era, otros simplemente iban probando hasta descubrir cual era el destino. Como la vida misma pensó saboreando el dulzor de aquel vino blanco.

Pero era más difícil encontrar la integridad que averiguar donde iba a para el amor cuando moría. Cementerio de elefantes. Había hombres que clavaban sus pies en la arena y con ello pretendían ser los garantes de tu futuro, como si con la sola presencia fuera suficiente. Otros manejaban la palabra y se perdían en sus peroratas que solo pretendían construir una hermosa mansión a su alrededor para deleite de sus propios oídos. En algún lugar entraba el desparpajo y la risa, cuchilla afilada que cortaba con facilidad la cortina de hierro que muchas habían preparado para espantar moscones. Pero la risa, como el llanto, tiene un límite, la curiosidad y ésta, dejaba los chistes en falacias.

Pero el silencio y la distancia, el misterio, no del que se esconde sino del que quiere estar ahí, del que entiende que su camino, sea bueno o malo, tenga fallos o esté incompleto, es inamovible. El vino se acababa, el sol caía y aún tenía arena en el cuerpo. Mientras se levantaba la reflexión golpeaba con puños certeros en su mente. Se daba cuenta de que siempre terminaba con los primeros, que la experiencia podía ser un baluarte al que aferrarse, pero la integridad no iba siempre de la mano. Miró sus muñecas. Hacía mucho que las cuerdas que tanto le gustaban no habían engarzado sus deseos chocándolas entre sí. Deseaba volver a sentirse dominada, indefensa sobre unas sábanas más sabias que todos los hombres que había probado juntos. Que una voz acariciase los oídos, con esa firmeza que eriza la piel y moja sus bragas, los dedos clavados en sus nalgas, el pelo tirante entre manos vivas. Y ese silencio que precede al vendaval en el que los golpes te llevan de un sitio a otro, los toboganes del miedo y el dolor, el saber que estás en buenas manos por que sos capaces de partirte por la mitad y aún temerosa de ello, lo deseas más que nada de lo que puedas imaginar. Miraba al suelo, a sus pies mientras caminaba. De manera inconsciente dejó la altivez por una postura sumisa, y tropezó.

El cristal se rompió y cortó la piel dejando salir la sangre que empapó el suelo y se mezcló con algo de vino. Junto a su mano unas botas que no hicieron el amago por moverse. La mano acarició su rostro y se clavó en la cintura, o así ella deseo que fuera. Levantó el cuerpo, en trance y con la otra agarró la mano ensangrentada. Ni una palabra, ni un movimiento brusco. Tapó el corte con sus manos, mientras empujaba con suavidad su cuerpo hasta una pared. Notó el golpe como una pluma y los latidos acelerados contra su pecho. Anudó una servilleta con fuerza y presión. Entonces se atrevió a mirar. En otras circunstancias, si no hubiese estado pensando todo aquello le hubiese gritado y culpado por aquel accidente. Pero aun sentía el ligero golpe en la espalda, la presión de los dedos en su cintura, el nudo de la servilleta sobre la muñeca y le miró a los ojos. Estaba tan cerca y al mismo tiempo inalcanzable. Quizá era eso la integridad, quizá.

Cúrese ese corte, parece feo, le dijo apretando sobre la herida. Y no dijo nada más. Trajo una silla en la que hizo que se sentase y desapareció. Instantes después llegaron los primeros auxilios pero ella solo conseguía pensar en el vendaval que la había empotrado contra la pared, con tanta ligereza que le retumbaba todo el cuerpo.

 

Wednesday

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