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A ella le gustaban los dedos ásperos, levantaban la piel como desgarros en cada una de las caricias. Frente a la pared le sentía detrás, imponente, con el aliento rezumando deseo. Clavaba los pulgares, uno encima del otro en la nuca, moviendo y desplazando las vértebras mientras con las caderas empujaba despacio hasta que se pegaba tanto que el deseo no podía escapar. Con los demás dedos comenzaba una sonata, tocando las teclas del cuello hasta la tráquea, que afinaba con soltura. Entonces soltaba una mano mientras la otra repiqueteaba en los huesos del cuello para atrapar su cintura y se dejaba llevar a ese éxtasis misterioso que sus dedos eran capaz de alcanzar.

Los dientes se clavaban, duros y húmedos en los lóbulos, tirando de ellos y masticándolos. Sabía que él adoraba esa sensación, la de tener su carne preparada en la boca, sangrienta, y ella, notaba como los pezones se endurecían preparándose para el festín. Succionaba su nuca, entrechocando los dientes y los huesos y deslizándose hacia abajo, dejando una marca en cada una de las vértebras. Sonaba un crujido, el del mordisco y el del hueso buscando una colocación imposible. Se deslizaba como un cazador furtivo, como un lobo husmeando a su presa sin que esta atisbase ningún signo de peligro, acercándose y preparando las mandíbulas para aprovecharse de semejante manjar. Cuando llegó al culo, el animal sonrió y el hombre se zambulló en una tormenta de azotes y mordiscos, en un frenesí de gritos y gemidos, de gruñidos y suspiros.

Las lágrimas aparecieron, el dolor y el placer iban de la mano y el deseo se había apresurado a pedir su ración , despechado. Agarró el pelo y arrastro el cuerpo hasta una mesa donde lo depositó como si fuese una pieza de caza preciada. Separó sus piernas y volvió a clavar los dedos de una mano en la nuca y los de la otra en los riñones. Inmovilizada, comenzó la sodomía, sin previo aviso, como las emboscadas nocturnas de los lobos en manada, rasgando piel y carne, gritos y espasmos. El dolor de los mordiscos y los azotes desapareció, tornó por uno más intenso y profundo, lúbrico y que empapó su coño. Sintió como su cara era parte de la mesa, cuanta más presión más fuertes eran las embestidas, la saliva de aquel animal goteaba sobre la espalda arqueada y en tensión y notaba el calor ardiente de aquel líquido que podría rivalizar con el de su flujo.

Tal y como el animal atacó, furibundo, acabó con la presa, sin miramientos, vaciándose en su interior y notando el palpitar de aquella columna vertebral tan suya como de él, latiendo el corazón acompasado con su polla en lo más profundo de aquellas entrañas nocturnas. Estos eran los gestos de amor que nunca pasarán de moda, pensó.

 

Wednesday

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