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Me pierdo en la tinta, en la que imprimo con furia sobre papel y en los colores de la que dibujan mis brazos escondiendo una piel y unas venas que rebosan energía y corretean por mi interior buscando algo que casi nunca encuentran. Las horas no se pierden mientras escudriño cada detalle y en ellos siempre llega la inspiración. Me gusta usar las manos, utilizar las cuerdas. Poco más. Sé que a veces es necesario y divertido, pero es simple para mi sentir el roce de los objetos, de la suavidad o aspereza de la cuerda dependiendo del tipo, los golpes con las palmas en la piel o con el anverso para notar el choque de los huesos. Hoy en cambio, disfruto con el sonido deslizante del cinturón sobre los vaqueros mientras lo ajusto a mi cintura.

Acaricio mi barba mientras espero, sorbo el café mientras pienso, trazo garabatos en una libreta, ideas que en algún momento de mi vida llevaré a cabo. Doy un paso y espero a que el suelo sea lo suficientemente firme para dar el otro, exactamente igual cuando castigo la piel de un culo dispuesto para mí, entregado a mi desenfreno controlado. Es el control, despiadado en la vida cotidiana, el que me mantiene sobrio de emociones y sentimientos cuando desato mi furia en estado puro. Es el control el que hace que mi voz sea un tormento en el susurro y no en el grito, el que puede llevar al llanto y a la risa en un instante, el que doblega sin mucho esfuerzo los deseos rebeldes.

No improviso pero tampoco planeo. Parece una contradicción, pero la realidad es que no lo necesito. Sé lo que hay que hacer y cuando hay que hacerlo, sé cuando parar, cuando avanzar, cuando presionar, cuando intimidar y cuando cuidar. Y casi siempre las palabras sobran. Los silencios dicen más en esos momentos donde el sonido del gemido y el quejido me dan lo necesario, cuando el roce de una cuerda o una cadena, el grito de dolor, los dientes clavándose en la carne imprimen el sentimiento necesario. Un paso más, así lo siento. Entonces es cuando los olores aparecen, cuando representan una pequeña obra teatral girando en una hermosa danza hasta que siento esa mezcla de perfume y entrega, de lágrimas y flujo, cuando la ropa es innecesaria y el cuerpo solo es el instrumento que me introduce tan dentro de ella que lo mastico y extraigo la pulpa de su entrega.

De nuevo el sonido prevalece, la música con la que adorno esos momentos, elegida con cuidado y dedicación, con un motivo perfecto para elevar el éxtasis hasta ese lugar que merece el momento. El cinturón hoy, es un instrumento más que se añade a la melodía y los golpes a la percusión. Latidos inmensos que acompasan el corazón acelerado y la saliva líquida. Casi no sudo, mi concentración es mi disfrute, hasta el límite, hasta que la piel me comenta en un susurro que ya es suficiente. Ahí mi cuerpo entra en acción, pletórico. Me siento piedra, pura, sin erosión, y construyo los cimientos dentro de sus entrañas, apilando una y otra vez pilares que soporten ese placer que ahora me entrega. Alrededor, un foso de flujo protege la fortaleza y el sueño termina venciendo cualquier dificultad y cualquier dolor.

Por la mañana, temprano, la lluvia empapa los cuerpos y limpian los restos de la batalla mientras de reojo observo el cinturón, perfectamente colocado sobre una silla. La perfección no está en los hechos ni las gestas, la perfección esta en los detalles insignificantes que nos hacen ser lo que somos.

Y todo me hace sonreír.

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