222 noches

No fue un número elegido al azar. Tampoco fue elegido para minar tu entrega y disposición. El día que terminó porque así lo sentí fue cuando lo contabilicé. Ese número es tu número, de nadie más, no es más o menos, es lo que te hace pertenecerme como lo haces. La primera noche, silenciosa y calurosa de verano, te postraste ante mí con un respeto tal que me quedé algo aturdido. No me miraste, no hablaste. Tan solo esperaste de rodillas. No obtuviste nada excepto que pensase en ti.

Día tras día, esperabas paciente, sin hacer ruido y yo me preguntaba si en algún momento tu paciencia se resentiría. Sabía que tus días eran largos y agotadores, pero llegaba la noche y seguías postrándote ante mí, en ese silencio que empezó a acompañarme y a mantenerme en una paz que pocas veces había sentido. No sé si tú te sentías incómoda, tampoco lo preguntaba. Yo te miraba cada noche intentando escudriñar tus pensamientos y tus deseos y cómo se transmitían a esa pequeña porción de tu piel desnuda que dejabas entrever.

El verano acabó y con el otoño cayeron las hojas. Fue cuando recortaste tu cabello. De vez en cuando tu nuca, antes oculta como una de las caras de la luna, se dejaba ver, furtiva y ansiosa. Pero tú, inmutable, seguías en la misma posición, mirando a lo más profundo de tu sumisión. Con el primer frío te encontraste una manta y unos cojines que rechazaste. Me sentí herido y orgulloso, tan orgulloso que me revolví un poco en el asiento. Y allí permaneciste, sin siquiera mover un músculo.

Ayer, cuando entré ya estabas, como las últimas 221 noches, perfumada, perfecta, eterna, y lo supe. No me senté, me arrodillé a tu lado, levanté tu cara, para ver tus ojos y vi tus lágrimas, las sentí en mis dedos, resbalando hasta mis entrañas. 221 noches de lágrimas silenciosas y entregadas. Te levanté entre mis brazos, te sentí etérea. Te besé y bebí todas y cada una de las gotas saladas de entrega absoluta. Luego te llevé a mi cama.

Es ahora cuando empieza tu paraíso de tormentas.

Wednesday