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La noche había sido fría, pero bajo las sábanas el confort se había instalado en sus pieles. Ella se perfumaba al acostarse, dejando un ligero aroma afrutado que lo invadía todo. Se había acostumbrado muy rápido a dormir desnuda al abrigo del calor del cuerpo de él, al que acudía una y otra vez, como los adictos a las drogas. Pero para ella además era un refugio, un lugar al que por fin podía acudir sin temor a las represalias morales. Cuando posaba los labios en aquella piel se sentía libre y segura, en paz. El sol, tenue aún, iluminaba la habitación. Cuando ella alzó el brazo notó que él no estaba, y el frío entraba por la puerta que daba a la terraza que comunicaba la habitación con el exterior. Abrió lo ojos y vio como él entraba, desnudo y acompañado del frío y del cinturón que había dejado toda la noche a la intemperie. En la otra mano llevaba unas tiras de cuero que extendió sobre la cama. Ambos sonrieron y con un gesto, él le dijo que se diera la vuelta y se pusiera de rodillas sobre la cama. El pelo negro le cayó sobre la espalda y él pudo ver como los pezones endurecidos por el frío y la emoción daban la bienvenida a lo que fuese que le tenía preparado.
Le dijo que dejara caer los brazos junto a las caderas y con las primeras cintas los fijó a las piernas. Con otras dos cintas de cuero rodeó sus pechos, apretando lo suficiente para que la sangre tuviese motivos para no volver a atrás. Mientras lo hacía se regodeó en su hermosura y los mordió con fiereza. Ella gimió y se mojó aún más. Después, con suavidad empujó su espalda hacia adelante hasta que los pechos tocaron el colchón. Ella giró la cara para poder verle en todo su esplendor. Con el tiempo que llevaban juntos había a prendido a diferenciar cada una de sus miradas, y como el olor de su sexo era diferente dependiendo de lo que quisiera hacerle.
Por un instante le perdió de vista, entonces notó el látex arrugado hurgando en su coño empapado. Mientras unos dedos entraban en él, otros apretaban su culo. Sólo escuchaba su respiración, constante y profunda mientras que la suya se acortaba y se aceleraba. Después de unos minutos en los que se aguantó hasta cuatro veces el orgasmo, él paró. Entonces notó un intenso frío en su culo y el metal entrando despacio. Aquella mezcla de dolor y quemazón por el frío le hizo morder las sábanas. Luego paró. Se quitó el guante de látex y comenzó a girar una rueda. Cada clic hacía que su ano se abriese un poco más, cada clic hacía que su interior fuese como un libro abierto. Entonces abrió la boca para gemir. ¡Qué sencillo era todo! ¡Qué fácil lo hacía! Ella le pidió correrse y él se lo permitió. Lo hizo cada vez que escuchaba el clic, lo hacía cada vez que se imaginaba la escena vista desde sus ojos, rendida y con el culo abierto, absolutamente en sus manos, para su uso. Le temblaban las piernas cuando sintió el latigazo del cinturón en las nalgas. Uno tras otro, después de cada clic. Perdió la cuenta de cada latigazo como de cada orgasmo. Tenía los pezones tan sensibles que cualquier movimiento, cualquier roce con las sábanas hacía que cerrase las piernas y entonces se encontraba con el metal en su culo. Y todo volvía a empezar.
Cuando él se cansó, se tumbó a su lado, pegando su cara a la de ella, besándola y lamiendo el sudor del invierno que perlaba su frente.
–Acabamos de empezar –le dijo mientras sonreía Ella sólo pudo gemir.
Wednesday

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