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El siseo se prolongaba en el tiempo, inabarcable y eterno. Se quedaba hipnotizada observando los dedos entrelazarse con el cuero y con la hebilla. Observaba hasta el más mínimo detalle, las manos curtidas y la piel endurecida y reseca brillando en contraposición al cuero oscuro. El olor de la piel curtida se había convertido en uno de sus favoritos y estuviera donde estuviera se sorprendía a veces olisqueando las piezas colgadas en las tiendas intentando evocar el mismo sentimiento que tenía cuando él hacía el sencillo gesto de quitárselo de encima. El tintineo del metal añadía el contrapunto al sonido apagado del cuero deslizándose por la tela y rozando las trabillas. La aguja de la hebilla repiquetea libre cuando sujeta la piel justo por encima de ella. Todo aquel proceso tan sencillo siempre lo hace de manera meticulosa, sin dejar nada al azar. Ni siquiera cuando el cuero golpea el suelo por primera vez en un sonido apagado, casi sin vida para luego restallar en un movimiento fulgurante, es algo que se tome a la ligera.
Hundida en sus rodillas, pequeña y ligera, observando el firmamento en el que se había convertido aquel hombre, dando luz a la oscuridad y oscuridad a su luz, sometida a la imposibilidad de abarcar no sólo su amor sino su propia necesidad, esperaba paciente como él le había enseñado. Aquel cazador que había subyugado todo su ser estaba plantado frente a ella, Rigel. Con su sola presencia era capaz de hacerla brillar tanto que cegaba todo aquello que les rodeaba y le permitía centrarse en una sola cosa, aquel cinturón sencillo y efectivo. Había tanto cuero en su piel como piel en aquel cuero y el mero hecho de recordarlo hacía que se estremeciese incontrolablemente en su interior. Por fuera, de cara a la galería, sin objeción alguna para él, seguía inmóvil e impasible, esperando, esperando, esperando.
Aprendió que el cielo no puede esperar, pero ella podía ser infinitamente paciente. No necesitaba conocer, su fe inquebrantable le permitía avanzar a pasos agigantados y las cicatrices así se lo demostraban. No se atrevía a mirar más arriba, posaba sus ojos en el cinturón o en la ausencia de él hasta que el sonido y el dolor le permitían levantar la mirada y ver a su dueño. Y como en las noches de invierno, siempre presente frente a ella, sobre ella, sintiendo el peso del firmamento que tenía ante ella. Orión el cazador y su cinturón férreo y ella, Rigel, postrada a sus pies.

Wednesday

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