Me gustan las carreras, me gustan de todos los tipos, incluso las de las medias, pero solo si las organizo yo. A veces, sentado mientras bebo algo y disfruto como esos pequeños jinetes son capaces de hacer volar la imaginación de los centenares de personas que que allí nos congregamos, no puedo evitar pensar en el paseo que hacen con sus monturas para que todos los que lo deseemos y tengamos la suerte de acceder al lugar adecuado, contemplemos como pasean y se enorgullecen los propietarios de sus monturas. Me sale esa sonrisa, como la vida misma. No hay mucha diferencia ni sustancia entre esos momentos y una reunión con aires clandestinos de bdsm.

Allí aparecen los propietarios, dueños absolutos de esas monturas, arregladas y dispuestas. En algunas ocasiones, éstos, permiten que otros jinetes cabalguen y expriman al límite sus propiedades, una manera de hacer crecer el ego, vaya usted a saber. Unos para darse golpes en el pecho y otros para agradecerle a sus pollas lo bien que corren. Luego, se les cepilla el pelo y se les da azucarillos en forma de mordazas, cachetes en los cuartos traseros y vuelta al establo, donde se les deja un poco de agua y comida, no sea que enfermen.

Pero en el hipódromo, además se apuesta, y eso es un aliciente mientras uno se mete en el gaznate un licor de alta graduación. El aroma a Montecristo pulula en el ambiente y la etiqueta luce palmito. Entonces se cierran las apuestas, se abre el cajón donde han estado apresadas y retenidas y las fustas ejercen de maestros de ceremonias. Se fustiga en función del comportamiento, más rápido, más fuerte, entonces los bocados, marcados por los dientes se llenan de saliva mientras los jinetes cabalgan y embisten, cabalgan y fustigan, cabalgan y gritan. Los músculos se tensan y arden como arde la piel y el sudor vuela en pos de una carrera que finaliza entre vítores y gritos.

La montura gana, pero en realidad es el dueño y el jinete, a veces siendo el mismo, el que se lleva la corona de flores, el trofeo brillante de acero quirúrgico que inmovilizaba la carne y la piel, el cuero que apretaba el cuello mientras las crines, llenas de suciedad y aliento rancio se pegan a la piel. Ahora solo queda el reducto del descanso, hasta la siguiente carrera.

Las carreras siempre me han gustado, mi problema es que no me gusta quien las organiza.