Frente al espejo, intentaba ser delicada, moviendo las manos de manera precisa pero con una suavidad que a veces parecía exagerada. Sabía que él no estaba allí, tras ella, pero eso no le importaba porque lo hacía como si así fuese. Incluso en su ausencia notaba su respiración tras de sí, la mirada fijándose en cada uno de los detalles y eso hacía que la piel de su nuca se erizase. Se tocaba entonces el cuello, deslizando los dedos por aquella marca indeleble que a fuego le grabó, una muestra más de su poder y que con orgullo, sin saber el motivo, llevaba y enseñaba sin rubor. Para todo el mundo era una manera más de decorar la piel, en lugar de un tatuaje o una escarificación. Ella lucía sonriente, aunque nunca veía la marca de la propiedad.
Se pintaba con ternura, todo lo contrario a como él desmaquillaba su rostro, cuando sus dedos arrasaban la cara, corriendo el carmín mientras en las embestidas, los azotes o los latigazos eran las lágrimas quienes licuaban el rimel. Pero frente a aquel espejo, perfeccionaba cada trazo, haciéndo que su rostro mostrase la simpleza que a él tanto le apasionaba. Odiaba que se pintase de manera exagerada, algo que ella entendió muy pronto y no de la mejor manera posible. Muchas veces le había dicho que el maquillaje estropea los gestos de placer y de dolor y que solo enmascaran la simpleza de la persona. Sin embargo, la sutileza del maquillaje elevaba esa disposición porque el rostro que se definía después de una sesión, era la limpieza y la pureza que el maquillaje sencillo solo potenciaba. No lo entendió al principio, pero ahora, tras mucho tiempo sabía que maquillarse de aquella manera era mucho más complejo que si se intentaba llamar la atención.
Sintió un mechón de su cabello caer sobre los hombros, como si el dedo imaginario hubiese deshilachado el recogido que con tanto cuidado se había hecho. El pelo, ondulado, se encogía y estiraba como un muelle infinito y el color castaño, brillaba frente al espejo. Acarició el suave tacto y se soltó la melena que en avalancha cubrió buena parte de su espalda. Ahara se sentia esponjosa y etérea, sabiendo que un rato después, esos mechones serían estirados y agarrados, manchados, humedecidos y arrastrados por el suelo… Deseó. Y sonrió a aquella mujer hermosa que miraba a través del espejo, con la satisfacción de su transformación bajo sus manos y sus dedos, encaminada en cada una de sus órdenes y mandatos. Recompensada por habérsele permitido estar de rodillas con la cabeza gacha y las manos en ofrenda. Por poder reposar su cabeza en el regazo del manantial de su felicidad y sentir aquellas manos, que aseguraban dolor pero también placer, misterio y calma, sumergirse en aquellos tirabuzones que con tanto celo marcaba para él.
El mensaje llegó en el segundo perfecto. Ven ya. Sonó a orden, a deliciosa orden. Si hubiese llevado bragas las hubiese empapado. Pero no era el caso.