El cegador estruendo del susurro

Pórtate bien perra.

Siempre ese susurro. Notaba cada letra de la palabra atravesando el aire cercano, y según se adentraba comenzaba a retumbar en cada una de las fibras que tejían su ser y que él había dado forma a su antojo. Entonces sentía la presión del puño cerrándose sobre su pelo y se acercaba hasta la nuca, donde creaba una tensión insoportablemente placentera. Era así cuando sus manos agarraban las sábanas, preparándose para el temblor de su carne y el vaivén de sus pecho. Las rodillas, cada día laceradas por el roce constante ya habían hecho su trabajo instantes antes. Pero el susurro rebotaba en su mente una y otra vez. Solo en aquellas circustancias le llamaba perra y aunque ella así se sentía a su lado, fuere el momento que fuere, era exactamente en aquellos momentos donde cobraba toda la dimensión que él otorgaba. En el susurro, en la intimidad donde ella era la perra y él su dueño.

El sonoro clic de la cadena le hizo volver a retomar la concentración y centrarse en lo que realmente importaba. De una mano, su cabello en tensión unían ambos cuerpos, con la otra, tiraba del cuello para estrangular ligéramente sus deseos. Su espalda ya arqueada formaba un valle hermoso, o al menos eso le decía mientras con su polla comenzaba a acariciar la entrada de su coño. Era tan inmediato que el flujo se deslizaba gota a gota por el tronco, como un líquido vivo que intentaba absorber todo el poder que atesoraba. Deseaba ser la piedra que engullese a Excalibur que que se quedase allí hasta el final de los tiempos, sin embargo, él torturaba incansable el acceso a sus entrañas con leves roces y ligeros golpes mientras las manos firmes tiraban más de ella para arquear la espalda y presionar su cuello.

Se aguantaba las ganas de levantar las manos y soltar las sábanas para separarse las nalgas e incoscientemente lo hizo. Sintió a continuación el pelo caer sobre la cama y la enorme mano agarrar su cara para golpear contra las arrugadas sábanas. El susurro volvió.

He dicho que te portes bien.

Sin emabrgo la presión en su cuello no decayó y empezaba a costarle respirar. Notaba su mano cada vez más cerca del cuello cuando la tensión en el pelo regresó, arqueando de nuevo la espalda y volviendo a aquella posición que ya era natural. Cuando entró, el poco aire que tenía en sus pulmones quedó retenido. Se cortó la respiración y centímetro a centímetro sentía como le invadía placer. No te muevas, escuchó junto a su cuello, quédate así. Cerró los ojos y sintió de nuevo su pelo caer sobre las sábanas y como la cadena rebotaba sobre ellas al otro lado. Una bocanada de aire entró en los pulmones. Entonces, sin apenas poder darse cuenta, sintió de nuevo su cara enfrentarse a las sábanas mientras los brazos, inmovilizados por una fuerza terrible, eran depositados y enlazados por musculos superiores sobre su espalda. Su boca, ya tapada por aquellos dedos certeros, solo salivaba incapaz de poder respirar más que unos finos hilos de vida. Las embestidas eran tan brutales que las rodillas eran incapaces de mantenerse en el mismo sitio, rozándose con la tela y forjando nuevas heridas. Sentía el enorme peso de su cuerpo golpeando sobre su culo y los brazos apretados de manera inmisericorde. Incoscientemente le mordía la mano, la mano que le daba de comer, y embestida tras embestida, mordisco tras mordisco, él gruñía entre dientes, muy mal perra, me estás mordiendo. Y ella era incapaz de dejar de hacerlo mientras que él solo castigaba más duro cada vez que aquellos dientes herían su orgullo.

Él se abandonaba a aquel frenesí salvaje que se hacía eterno y en el que ambos luchaban por una supervivencia inevitable. Unos de los dos sucumbiría. Cuando ella se corrío, soltó la presa y su boca se relajó soltando los dedos mordisqueados. Cuando él se corrió, el sudor se deslizó por toda la espalda empapada del vello de su pecho. Así quedaron unos instantes, latentes ambos mientras el hálito de vida de sus sexos se apagaban poco a poco.

El susurro de nuevo golpeó su inconsciencia. Hoy duermes fuera le dijo. Y ella sonrió porque había hecho bien su trabajo.