Tanto le gustaba jugar que a veces se le calentaba la boca. Ella lo sabía, él lo sabía. Ese juego erótico de tensar la cuerda para obtener recompensas, a veces dolorosas y otras, las más, placenteras. Pero el juego de hoy quizá se le había ido de las manos, solo había que ver su cara, más seria que de costumbre y esa sonrisa de medio lado que avecinaba maldad. No le hizo ascos y prosiguió con la provocación. Ella era así y una de las cosas que le asombraba de él era la innegable capacidad que tenía para no cambiar ni un ápice de como era ella. Si tengo que hacer eso, le dijo una vez, que poco divertido sería mi trabajo. Las palabras a veces, cuando eran adecuadas, conseguían el efecto que otros necesitaban con sus lenguas o sus pollas. Y casi nunca lo igualaban.

Cuando ya de rodillas olió el cuero del cinturón deslizándose por los vaqueros, gimió un poco. Imaginó que hoy sería un castigo doloroso y recordó las veces que sollozaba cuando intentaba sentarse, como la piel latiendo entre la ropa y el asiento. Sonrió con ligereza. Él se desnudó, despacio, impidiendo con la mirada que ella se acercase, frenando el deseo de lamer la piel y alimentarse de su dueño. No lo consiguió, entendía que el juego podría convertirse en algo más doloroso de lo que podría imaginar. Para su sorpresa, el cinturón aprisionó el cuello y se cerró sobre él con tanta rapidez que cuando intentó alzar la vista, el tirón le devolvió a un estado que hacía días no sentía. Él tiró del cuero lentamente, hacia abajo para que ella levantase la cabeza, buscando aflojar la presión y poder respirar libremente. Frente a ella, lo que a veces denominaba su posesión, a escondidas, para que él no le escuchase. Entonces recordó que unos instantes antes, el ímpetu y el deseo, le jugaron una mala pasada al recordar que precisamente eso le había dicho: Tu polla es mía.

La voz como siempre pausada, suave, desgarradora mientras acercaba aquello que deseaba, hinchado y duro hasta el límite exacto de su lengua extendida. Tiraba del cinturón, de un lado a otro y hacia abajo para que pudiese oler aquello que no iba a probar. Comenzó a sentir un poco de rabia, rabia por haber sido tan descuidada con el lenguaje y rabia por la dureza inusitada del castigo. Prefería mil veces los azotes dolorosos del cinturón a la imposibilidad de meterse en la boca y saborear la polla de su maestro. Huele, decía en un susurro, es todo lo que vas a obtener, y él se excitaba con aquella escena y los movimientos comedidos de ella. A veces aflojaba esperando que se abalanzase sobre su polla, pero se aguantaba. Soltaba un poco más y se acercaba a ella, pero solo cerraba los ojos y respiraba profundamente. Otras veces la movía, y le pedía que escupiese sobre ella. Obedecía, adoraba hacer eso pero odiaba ver su saliva caer al suelo. Quizá pensó que luego podría recogerla. Luego él se la agarraba y apretaba fuerte entre sus dedos hinchándola más y más y haciendo de aquello una agonía. Casi sentía las caricias de la suave piel en sus mejillas, pero se consolaba con el olor penetrante del sexo, del líquido pre seminal que se mezclaba con la saliva, la piel ardiente de ambos y el cuero lacerando suavemente su cuello.

Huele, decía en un susurro.