El cuero tiene una curiosa forma de llamar la atención cuando cae sin fuerza en el suelo. Parece inocente en ese golpeteo grave que reverbera en la memoria pero luego, sisea, silba, araña y quema el aire para provocar un estruendo que pone la piel de gallina. Dejaba caer la punta en un juego erótico y de tensión sobre sus pechos y al instante, los pezones se endurecían por el miedo y el deseo. En aquel juego donde el tiempo tenía una importancia esencial y que para ella se hacía eterno, él manejaba el látigo como si del mismo cayesen unas cuerdas que se anclaban a la piel, y cual marioneta, movía a su antojo. En cada caída, el cuero, suave y cálido, rebotaba en el cuerpo con dulzura y las palabras descendían por las hebras bien trenzadas provocando espasmos. Entonces, con una habilidad y una rapidez sorprendente, lanzaba un certero ataque que marcaba en vertical uno de sus pechos. El dolor, agudo, sacudía todo su ser pero las piernas, aferradas a sus costados le impedían moverse excepto para arquear la espalda.
Sin embargo, con el cuello sometido a la presión del cinturón, escuchaba la mezcla inequívoca del crujido del las pieles rozándose y tensándose. Él se daba cuenta rápido y aflojaba la tensión, provocando un valle de sensaciones que repuntaban de nuevo, sin avisar, con un latigazo fugaz sobre uno de sus pechos. Ahora horizontal, luego vertical, y vuelta a repetir una y otra vez, como un metrónomo, perfecto y al unísono y todo ello sincopado con los gritos y los gemidos, la respiración entrecortada de ella y fuerte de él, el chasquido de la lengua cuando se sentía conforme por lo que estaba ocurriendo. Era un triunfador en aquellos instantes.
Cuando la piel estuvo lo suficientemente marcada, soltó el látigo que cayó sorprendentemente silencioso. El metal de la hebilla tintineo y la presión desapareció del cuello, algo magullado. Había tanto silencio que notó como las yemas de los dedos recorrían su tráquea, simulando el sonido del terciopelo entre las manos y escuchó como ese siseo suave se mezcló con las pequeñas gotas de sangre que sobresalían de la piel de sus pechos. Despacio, dibujaron figuras aleatorias y mientras lo hacía tarareaba una melodía que se le escapaba, como a él las sonrisas. Cuando terminó su obra pictórica frunció el ceño, quizá disgustado por el resultado final y apretó sus pechos con tanta fuerza que el grito y el gemido de placer explotaron en el fondo de su garganta.
Ahora sí, sonrió de nuevo mientras se ponía de pié clavando de nuevo las botas en los costados arqueados.