La fiera había quedado suelta. Solo el cinturón en el cuello conseguía minimizar los envites y las dentelladas que intentaban alcanzar el borde inferior y salvaje de la barba. Él, sin embargo sonreía, manteniendo aquella presa salvaje que tensaba los músculos de sus brazos refrenando los deseos incontrolados. Se llevó un dedo a la boca y con el universal gesto del silencio provocó que aquellos tirones cesasen. Volvió a sonreír y ella, sin darse cuenta se sintió cohibida por aquel arrebato que le había hecho sentirse como una perra desbocada. Sin embargo él atrajo su cuerpo con un ligero tirón del cuero. Ella pensó en un fugaz momento un certero golpe de castigo pero lo que recibió fue un susurro brutal. Al suelo, con humildad.
Lo hizo despacio, con ambas piernas al unísono, no sin antes dar un paso hacia atrás mirando al suelo, donde los vaqueros yacían sobre las botas y el cinturón llegó al límite de su extensión. Se sorprendió al sentir como soltaba la presa del cuello liberando la piel y como el aire entraba a borbotones en los pulmones. Se sentía desbordada por aquello. Se arrodilló, inclinó el cuerpo hacia delante con los brazos extendidos y las palmas hacia abajo, dejando el culo algo más elevado como le había enseñado, casi formando un ángulo de 90º con sus piernas flexionadas. Así estuvo varios minutos, interiorizando lo que había sucedido, repasando aquello que quizá hizo mal, lo que seguramente había hecho bien, esperando. Siempre esperando. Escucho el sonido de sus pantalones, subiendo y como el cinturón volvía a colocarse en la cintura. Entonces sin darse cuenta comenzó a llorar porque algo, algo que no desconocía, había estado mal. El castigo, ese sonido, no poder ver ni ayudarle a vestirse, era tan demoledor que el llanto se convirtió en sollozo incontrolado.
De nuevo la voz, ya no en susurro, le cortó la respiración. ¿Cuál es el motivo por el que lloras? La pregunta sonó extraña porque ella no podía responder algo que no sabía. Aún no hemos terminado, dijo dando un paso hacia ella y colocando los pies justo donde el cabello ondulaba con el suelo. Levanta la cabeza y lame mis botas.
¡Cómo cambia el sentimiento con unas simples palabras! pensó. Sin dejar de mirar al suelo le pidió permiso también para abrazar aquellas botas, adoradas desde hacía tanto y ahora tan deseadas. Asintió con un gruñido y la lengua se mezcló con la piel y las lágrimas. Era la primera vez que sentía felicidad plena a su lado, el sabor de la plenitud.