Hacía demasiado que había dejado de darle vueltas a esa extraña sensación que durante mucho tiempo le hizo sentirse humillada. Al principio, las primeras veces quizá empujada por su determinación, entraba cada noche, arrodillada y esperaba paciente aquella caricia que conseguía que su día, aun habiendo sido plácido, se convirtiera en algo excepcional. Esa caricia valía por todo. No sabía tampoco cómo explicar aquella sensación de amor tan sencillo como devastador. Después, la puerta se cerraba y ella se acurrucaba en una de las esquinas esperando a que las velas que él había colocado se apagasen para poder dormir. En las noches de frío, una suave manta siempre esperaba perfectamente doblada. Después, por la mañana, el sonido de la puerta despertaba su inocencia y su vida volvía a ser como la del resto de sus conocidas. A media mañana le invadía una extraña sensación de soledad y desazón que solo cada noche mitigaba.
Durante mucho tiempo se sintió fuera de lugar, fuera de las conversaciones, de esos convencionalismos que marcaban las vidas de los demás y solo necesitaba volver a su refugio, a la jaula que él había construido y donde el mundo, paradójicamente se hacía hermoso e inmenso. A su alrededor, el desconocimiento de su reducto nocturno hacía que se sintiese incomprendida y solo en aquel lugar, con aquella mano tendida al abrir la puerta y después de cerrarla se sentía feliz y plena. Nunca le gritó, combinando sonrisas y la dureza de las facciones, ella se contemplaba como un hermoso placer. Nunca se sintió un objeto, nunca se sintió utilizada, jamás le llamó zorra o perra como otras muchas así lo afirmaban y orgullosas lo gritaban a los cuatro vientos. Ella no necesitaba los vientos del norte o del sur, ni los del este y el oeste. Ella solo necesitaba el aliento que cada noche y cada mañana le abrían el mundo que ella inspeccionaba para volver a su lado, arrodillada. No necesitaba más, pero, aun así, él siempre lo daba.
Las velas se apagaban, y las lecciones sorprendentemente las aprendía sola bajo la atenta mirada de su compañía, de su voz mientras leía en voz alta, mientras comentaba con una rodilla en el suelo su día y ella, henchida de gozo, se sentía el centro del universo, del de ambos. Aquellas rejas eran más que suficientes para que sus noches fuesen gozosas. De vez en cuando, dejaba la puerta abierta para que ella fuese gateando en su búsqueda, mientras el agua de la ducha caía sobre su cuerpo y esperaba para secarle, para acariciar sus piernas y con la mirada pedía permiso para probar su sexo. Que fácil había sido aprender esa mirada y cuanto dolor le había proporcionado. Ahora, tan solo sentía cuando debía hacerlo y ella feliz, bebía su elixir antes de volver a acurrucarse en su propia vida.
En su cama, se sentía incomoda, como si estuviese invadiendo un espacio que sabía no estaba destinado para ella, sin embargo, el recibía su cuerpo con azotes y nombres de lugares remotos que le hacían recordar que, a su lado, cualquier lugar se convertía en un vergel del placer y del dolor.
Nunca tanta incomprensión había sido tan comprendida.