Se daba cuenta, sin rubor, que aquellas sensaciones no eran suyas. Los altibajos en los que andaba metida desde hacía tiempo  no eran acordes con su forma de ser, pero ¡que coño!, se decía, ya iba siendo hora de dejar de ser tan remilgada y aceptar que a veces ser impulsiva no era tan malo. Pero se equivocaba, no por los impulsos, no por desear sentirlos, vivirlos. Ese no era el error. Sin darse cuenta se había dejado llevar por esa corriente en la que asumes que por ser sumisa, los demás imponen ciertos criterios que no son de tu agrado, y sin embargo, ahí estaba, intentando contentar no sabía que cosas, pero teniendo claro que ella, no se sentía satisfecha.

Sorprendentemente, bajo esa capa desnuda de entrega había una personalidad férrea que asombrosamente era moldeada por casi cualquier palabra, órdenes sin sentido provenientes de desconocidos que activaban en ella una baliza para hacer sin control cualquier cosa. Pasaba de unas manos a otras, disfrutando eso si, del placer del dolor y tuvo la suerte de caer en manos expertas cada vez. Suerte se decía. Pero cuando regresaba a su cama, exhausta y satisfecha, Se volvía a cuestionar todas y cada una de sus creencias.

Repasaba cada instante y aunque se daba cuenta, aunque se disponía y se ofrecía como en realidad le decían, no encontraba demasiado sentido a esperar con las piernas abiertas y dispuesta a ser usada, durante horas. Se sentía estúpida. La necesidad de hacerlo le llenaba, el porqué hacerlo y cómo, no. Y en esa batalla se encontraba siempre, por unos instantes dispersa, pero luchando en una batalla sin sentido que cuando la iniciaba se convencía de que aquella vez sería la buena. Sería la buena.

Y eran todo un clamor esas negociaciones que tenía consigo misma, esos deseos de ser abofeteada y de sentir que alguien la ponía en su sitio, que que agarrasen su cara recién maquillada y trazase una línea gruesa con los dedos para que no la traspasase, anhelando la saliva proyectada sobre su rostro y haciéndole entender lo miserable y maravillosa que era. Pero todo con un sentido que nunca encontraba. Respuestas sin preguntas que estaban su piel y le recordaban que le hacían sentir una mercancía expuesta para deleite de otros. Y ella solo esperaba que unos ojos expertos viesen el escaparate en el que su vida se había convertido, que se quedase prendado de aquel rostro desmaquillado de esperanza y entrase para llevarla y devorarla como el postre que licuaría los labios.

Dejaría de ser mercancía emocional para convertirse en puro gozo de violencia, única.