Se sentía extrañamente incómoda, en silencio, quieta, esperando. Pero no sabía el qué, o si debía hacer algo. Estaba tan descolocada y nerviosa como excitaba y era incapaz de entender los motivos de aquellas sensaciones que le hacían parecer ridícula. Mientras intentaba controlar los nervios y los temblores y dándose cuenta de que lo estaba haciendo bastante mal, él paseaba de un lado a otro habiendo dejado la chaqueta medio tirada sobre la silla de su escritorio. Cada vez que se cruzaba el aire cambiaba, se mezclaba el perfume que cada mañana adornaba su piel con el olor intenso que él proyectaba. Se sorprendió que no oliese mal después de lo que hubiese hecho, en el fondo no podía definir aquel olor penetrante y que estaba saboreando en su boca seca. Entonces, se sentó sobre la mesa, sin miramientos, poniendo todo perdido como si no le importase lo más mínimo y clavó aquellos ojos oscuros en ella. Dejó de respirar, lo sintió tan profundo que se mordió el labio para recomponerse y no parecer imbécil, aunque se temió que era demasiado tarde.
Haces un café cojonudo, le dijo sonriendo. Sé que no tienes que hacerlo y desde luego no puedo obligarte a ello, pero te agradecería que me trajeses un cacharro de esos por la mañana. Me harías extremadamente feliz y no tendría que irme a tomar por el culo para tomar el que realmente me gusta. Luego vuelvo así, y no puede ser. Movía la cabeza negando aquella situación que a ella le pareció casi ridícula. ¿Qué dice del café? ¿por qué le voy a traer un termo? ¿Dónde tiene la educación este tío? En su cabeza sonaba estupendamente, rotunda y firme, sin embargo se escuchó decir en voz alta: claro, ¿de alguna manera en especial?
Solo, fuerte y amargo.
Y la sonrisa le hizo ver que ese café probablemente era como él. Entonces, en segundos, le volvieron las imágenes de él follando la boca de aquella mujer, los gruñidos de placer y poder que desprendía, de sus manos recorriendo el cuello e imaginando que eran las de aquel hombre desaliñado y sonriente. Se dio cuenta de que estaba cruzando umbrales de su imaginación, de sus deseos más profundos donde él sin pensar se abalanzaba sobre ella y la estampaba contra la pared mientras los guantes sucios arrancaban su ropa y descubrían centímetro a centímetro cada pliegue de su piel.
Espero que tu semana haya sido mejor que la mía que ha sido una puta mierda. El lunes, si lo deseas, esperaré el café, le dijo mientras acariciaba la hebilla del cinturón de cuero ancho y negro. Ella se estremeció de nuevo. Claro señor, contestó.
¿Claro señor? ¿Pero por qué has dicho eso? ¡Menuda idiotez!