Tenía esa sensación extraña de no saber que estaba sucediendo, de haber perdido cierto control que siempre había tenido. Se sentía inquieta y por vez primera en mucho tiempo insegura de su comportamiento. Pensaba todo esto mientras dejaba las llaves junto a la puerta y se quitaba los tacones con el alivio de volver a pisar el suelo cálido de su casa. Entró en la cocina, como de costumbre y se dio cuenta de que algo no estaba bien cuando vio el termo sobre la encimera. Miró dentro de su bolso y no encontró lo que buscaba. Joder, se maldijo. Se había dejado el otro termo en el trabajo. En cualquier otra circunstancia y por sentido común, no se hubiese preocupado, de hecho, ahí estaba el otro termo, ¿qué más daba? Pero su mente ya no funcionaba así y eso le enrabietaba. Volvió a la entrada, se calzó los zapatos, cogió las llaves y cerró la puerta tras de sí.
El atardecer era una explosión de colores rojizos y verdes. Decidió subir por las escaleras y disfrutar de aquellos tonos que hacían filigranas en las paredes blancas hasta que llegó a la oficina. Pensó que solo estaría el de seguridad de la planta de abajo, quizá alguien de la limpieza y aunque no había luz, sintió ruidos que salían del despacho. Dudó en pasar, se giró incluso para irse pero no había hecho el camino y perdido media hora para volverse sin el termo. Decidió pasar, sigilosa, quizá no se diese cuenta de que estaba allí. Cuando llegó a su mesa el termo esperaba, paciente. Lo cogió y lo guardó en el bolso. De soslayo miró dentro del despacho y la luz del atardecer se coló por el ventanal, recortando la figura de una mujer apoyada sobre el cristal. A su lado, él. Desde donde estaba no podía distinguir bien quien era, así que el atrevimiento pudo más que la sensatez y se acercó despacio hasta la puerta.
Él hablaba, imperceptible, cerca de su oído. Ella, con una blusa que caía en ese momento al suelo, una falda hermosa de vuelo hasta las rodillas y tacones imposibles, mantenía la cabeza agachada mientras él, como si fuese un león inquieto daba vueltas alrededor de ella, su presa. De su mano caía una cuerda que iba deslizando por el cuerpo mientras seguía hablando. Entre tanto, y a cada vuelta, pasaba la cuerda por una anilla gruesa de acero que quedaba pegada a la columna desnuda de su espalda. Así lo hizo hasta que siete anillas emularon una columna vertebral de acero y cuerdas. Se dio cuenta de que aquello era hermoso, erótico y violento y un deseo voraz se apoderó de ella.
Después, se sentó en su silla mientras ella se arrodillaba con las manos anudadas en su espalda y apoyaba la frente sobre las rodillas de él. Le acarició el pelo con suavidad y le hablaba. Siete años, siete anillas, dijo con la mirada perdida sobre el ventanal. Cada paso que has dado ha cerrado un círculo y estoy orgulloso de ti, concluyó mirando sus ojos. Ella solo asintió con la cabeza y se puso de pie con la ayuda de sus manos que tiraban de aquella columna vertebral artificial. Con el cuerpo encorvado, pasó otra cuerda que elevó hacia una anilla situada en el techo y de la que nunca se había percatado. Tiró de la cuerda y elevó el cuerpo hasta la altura de su pecho.
Comencemos, dijo mientras colocaba una mordaza en la boca, arrancaba la falda, cortaba la ropa interior que cayó al suelo sin hacer ruido y una vara, que hasta hacía unos instantes estaba sobre la mesa, comenzó a golpear los pezones endurecidos.