Los besos duelen, llegar a ellos, disfrutarlos, sentirlos, duele.
“Mírame a los putos ojos”. Podía masticar las palabras según salían de su boca, la cercanía de los labios, pero no podía verlos, tan solo los ojos, párpados frente a párpados y la mano enguantada aprisionando cada uno de sus nervios. Notaba la piel deslizándose por la suya mientras la presión aumentaba y ella se alimentaba del deseo de que los dientes mordieses sus labios, de notar lo esponjoso de la carne y la humedad de la lengua abriéndose paso y batallando con la suya. En aquellos momentos solo deseaba el beso antes del dolor y del placer. Pero él, torturaba el tiempo a su alrededor y esperaba, en mitad del regocijo del dominio y el control aquellos momentos. Desviaba la mirada, buscando el resquicio por el que escapar hacia su boca y entonces la presión se hacía dolorosa.
“Mírame a los putos ojos”. Lo repetía mientras con la mano que atrapaba el cuello lo apretaba también contra la pared. Lo repetía mientras la rodilla se clavaba entre sus piernas y con el antebrazo inmovilizaba el resto del cuerpo. Alguna vez hizo el intento de zafarse de su presion, jugando a ser la gatita rebelde que a muchos hombres les gustaba. Dejó de hacerlo cuando una vez se apartó y clavó su mirada con desprecio. No necesitó hablar nunca más sobre eso y ella tampoco volvió a intentarlo. Tenía los brazos en la espalda, por costusmbre y por deseo, casi el mismo que deseaba probar sus labios. Admiraba la capacidad que él tenía para controlarse, para jugar con el deseo como un prestidigitador, enseñando las cartas y haciendo desaparecerlas, como si nada, haciendo creer que estaban en un bolsillo pero en realidad estaban dentro de ella. Por eso aprendió a disfrutar de esa pausa en el deseo.
“Mírame a los putos ojos”. Las palabras, las duras, tienen cierta musicalidad se decía muchas veces. Las mismas palabras pueden rajarte las entrañas y producirte un dolor inexplicable o simplemente hacerte abrir las piernas y sentir que puede hacer lo que desee contigo. Las mismas palabras repetidas, pero el tiempo se extendía mientras sonaban, mientras las pronunciaba anhelando ese mordisco mortal que él a conciencia retardaba. Su coño estaba empapado desde antes de que hablase, tan solo sintiendo como se acercaba como un ciclón y con la mirada fija, enorme y protector, salvador y aniquilador. Gemía por dentro mientras el aire no entraba en sus pulmones, mientras la sangre corría sin descanso para llegar a darle la suficiente lucidez. Cuando el remanso era casi absoluto, el preambulo de la disputa entre su piel y las manos que tanto adoraba, el tiempo se paraba, el beso, cálido y suave se abría paso entre los labios, el juego de las lenguas, como dos boxeadores que se toman la medida en ese primer asalto y cuando la campana del segundo suena, el ojo de aquel huracan se disipa para dar paso a la violencia de los dientes entrechocando, de las manos recorriendo cada parte de su cuerpo, de los tirones de pelo, del estrangulamiento, de los gruñidos salidos del mismo infierno, la saliva y la sangre, lo obsceno remangandose y bajando al barro del deseo.
“Mírame a los putos ojos”. Siempre.
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