Le gustaba caminar con los dedos por la nuca, descender despacio por la escalera de la columna, sin protección. Ella aguantaba el deseo, en su boca y en sus piernas, deseando que los dedos se comportasen de manera indecente en algún momento del descenso. Entonces con las yemas tamborileaba aparentemente sin ritmo alguno, hasta que tarareaba alguna melodía y sentía en su espalda a Ginger Rogers y Fred Astaire enlazados en alguno de aquellos bailes perfectamente coreografiados y que parecían ser improvisados, saltando sobre las puntas de los pies, deslizándose por el suelo, jugando con el sombrero o el bastón.

Luego le daba la vuelta, hurgando con una sonrisa sobre el escote prominente de la camisa, buscando acomodo y preparándose para un número diferente. Los pezones, duros desde hacía un buen rato eran asaltados por los dedos ansiosos y apresurados por no perder posiciones, pellizcando primero y golpeando las puntas después. Cada golpe conseguía que los dientes se clavasen un poco más en los labios. El pecho se hincha y atrapa las manos. Los botones caen al suelo, rebotando y creando en cada golpeo una síncopa que estremece el coño. La respiración crece como el deseo, entonces las manos se colocan bajo los pezones primero y luego en la base de las tetas, palpando con ligereza y ritmo constante y firme. Se envilece la mirada y los golpes crecen en intensidad y ritmo, cruzando las manos al pecho contrario moviéndolos, retorciéndolos, agitando en olas de piel, carne y deseo.

La violencia in crescendo, los cachetes convertidos en golpes y estos en hostias que agigantan las ganas de marcar la piel, primero rojiza y más tarde púrpura. De vez en cuando espachurraba con tantas ganas que los pezones era lo único que sobresalía y los dientes ocupaban el lugar al que eran llamados masticando con furia la dureza de la vida. Luego soltaba y una mano agarraba el cuello atisbando la posible huida al suelo, sujetando por los lados y apretando lo suficiente para que el ritmo a una mano no decayese. Ahora los golpes venían de derecha a izquierda haciendo temblar el cuerpo y la piel, arrojada a la arena del infierno se volvía más y más sensible.

Se puso detrás y se pegó tanto como pudo, soltando el cuello para acariciar casi imperceptible los pezones con la palma de sus manos. Las piernas temblaron en un redoble larguísimo que se prolongó hasta que las rodillas se hincaron en el suelo. Agarró el pelo y le metió la polla hasta la garganta donde se fundió con ella en un gruñido asolador.

 

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