Cuando el miedo y el deseo te dejaban la boca seca, cuando la vergüenza era tan grande, aun así te mostrabas. Era bonito verte despertar después del dolor, después del terremoto en el que tu carne se había transformado. A veces lo tomábamos como un juego en el que uno escondía las intenciones y el otro se acojonaba sólo de pensarlas. Aquello era lo bonito de mantenerse el uno junto al otro, aunque las circunstancias casi siempre iban en nuestra contra. Por eso cuando se tomaba su tiempo, me desnudaba, encendía mi piel primero con las caricias, luego con los azotes y por último con el cuero restallando en mis oídos, se mezclaban todas las emociones que contenía durante semanas. Luego escuchaba el clic de la cámara y su voz lo llenaba todo. Buscaba esas gotas de sangre incipiente que surgían de la piel castigada mientras yo apretaba la cara contra las sábanas esperando algún roce que calentase aún más mi corazón desbocado. Se tomaba su tiempo, siempre lo hacía. Los pulsos, los disparos se sucedían en secuencias lentas o en ráfagas intensas. Así podía estar horas hasta la siguiente etapa de su búsqueda del color perfecto. El blanco se convertía en rosa y el rosa en rojo intenso. Días después repetía el proceso para observar la transformación de aquel bermellón en un púrpura encendido que se iba apagando con los días.
Cuidaba luego la piel, limpiando y recortando las zonas que no habían sido dañadas pero que yo deseaba sentir heridas. No niego que a veces la frustración de aquello me hiciera llorar. Entonces él, sonriendo, mitad hostil, mitad curioso, tapaba mi boca con su mano y abofeteaba mis tetas buscando algún tipo de reacción de color. Me dolía, pero mi coño se empapaba y eso él bien lo sabía y cejaba en su búsqueda del color perfecto. Horas después cuan do me miraba en el espejo, desnuda y sola, veía sus dedos reflejados en la luz, sus marcas salpicando mis pezones que se endurecían por el recuerdo. Apretaba las piernas para mantenerme caliente e imaginaba como se acercaba por detrás y me apretaba contra él no por placer sino para provocarme aún más dolor. Siempre lo hacía.
Luego entre semana, sentada en el metro, o en la silla del despacho, en el váter, en la comida o en el bar por la noche, las ráfagas de su máquina reverberaban en mi piel y mi culo se incomodaba por su ausencia y por el dolor que me impedía sentarme cómodamente. Esta paradoja del dolor deseado, del amor de las palabras en su oído y la violencia de sus silencios, convertía su necesidad en una adicción incontrolable. Cuando volvía a su ser y despeaba la cara de las sábanas, notaba sus dedos separando las nalgas y el sonido del cinturón deslizándose por la tela de sus vaqueros invitaba a que mordiese cuanto antes sus labios. El cuero siempre hace bien su trabajo cuando golpea su clítoris. Es ahí cuando los músculos de los glúteos se contraen y la sangre de los golpes anteriores, aquella que aún era tímida para salir, decide perlar la piel en pequeñas gotas que se deslizan sin prisa pero sin pausa hacia sus caderas.
¿Te acuerdas de cuántas imágenes pudiste reunir? Toda una vida.
Wednesday